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Un ruido de horrores era de lo que estaba repleto el salón de clases. Todos ellos eran potros pegaso: gritaban, jugaban, reían y alzaban la voz para poder hablar con el de al lado. Algunos de ellos volaban a lo largo del techo pese a que sabían que estaba prohibido hacerlo dentro del salón.

Ni siquiera se detuvieron cuando una pegaso de pelaje púrpura, melena plateada y vestida con una blusa blanca entró. Al hacerlo, esquivó por suerte una bola de papel. Volvió a mirar para ver quien había sido el lanzador, pero el barullo seguía y no pudo distinguir al responsable. Se acercó a su escritorio en frente del desastre. Con sus alas, sacó de su bolso unos libros bastante gruesos y los dejó caer sobre su escritorio. El ruido se hizo destacar por encima de la fiesta que estaban montando los alumnos, quienes ahora se percataban de la maestra y rápidamente se acomodaron en sus asientos sin emitir un solo ruido.

La maestra cerró los ojos y soltó un suspiro.

—Buenos días, chicos. —Hizo una breve pausa, como esperando a que alguien le devolviera el saludo, pero nadie dijo nada—. Bien, por supuesto no me olvido de la tarea que dejé la semana pasada, pero ya que estamos algo atrasados con la materia, me gustaría empezar lo antes posible con el siguiente tema: La Guerra de los clanes pegaso.

Los alumnos suspiraron ruidosamente.

—Dime que al menos ahí luchamos contra los unicornios y salimos victoriosos, como siempre —dijo uno de los alumnos.

—Me temo que eso será hasta más adelante, Helger —respondió la maestra con frialdad.

De pronto miró a su izquierda, y se percató que una alumna de la primera fila junto a la ventana levantaba el casco. Su melena era rosa como un algodón de azúcar y su pelaje moreno. Una vez que esta sintió la mirada de la maestra, empezó a bajar el casco y a mirar a su alrededor, inquieta.

—¿Sí, Mara? —preguntó la maestra.

La joven pegaso miró a la profesora, y luego desvió la mirada a su pupitre. La maestra le dio la sensación de que la joven se hacía más pequeña de lo que ya era.

—Bueno... ya que usted sabe bastante de esto... —dijo Mara casi en un susurro—, sé que esto no tiene nada que ver con el tema que veremos, pero quería saber cómo es que los unicornios fueron vencidos si eran tan poderosos. —Volvió a mirar a su profesora con un rubor en su rostro.

La maestra vaciló. De pronto se encontró con que el resto de la clase la miraba en total silencio. Aquella reacción era inusual para ella, por un momento pensó que un unicornio les había echado un embrujo.

—En aquella guerra no estuvimos solos —respondió la maestra—, tuvimos también ayuda de parte de los ponis terrestre.

—¿En serio? —exclamó un alumno, incrédulo—. Pero si ellos ni pueden estar más de tres segundos sin tocar el suelo.

Al decir eso, salió una risa por parte del resto de estudiantes.

—Quizás —respondió la profesora haciendo caso omiso de la broma—, pero cada ayuda cuenta.

—Pero pensé que no tenían ejército —dijo una alumna.

—No, no lo tienen ni tampoco lo tenían en aquel tiempo, pero sí contaban con una armada para defensa, y parece ser que eso les valió tanto a pegasos como ponis terrestres en la guerra.

—Sería tan fácil ir a invadirlos —susurró un alumno a otro.

—No creo que eso nos convenga mucho, Glennton. La alianza entre pegasos y ponis terrestres favorece a ambas partes. Muchas de las cosas que ellos fabrican son de buena calidad para nosotros y su comida es estupenda.

Uno de los alumnos hizo una mueca de disgusto al escuchar esas últimas palabras.

—Aun así —prosiguió la maestra—, no es seguro que sólo pegasos y ponis terrestres acabaran con los unicornios. ¿Les han dicho alguna vez cuántos pegasos podría vencer un unicornio?

—¿Seis? —se preguntó un alumno.

—Nah, no creo que tantos, yo diría cuatro —dijo otro.

—Mi abuelo me dijo que nueve —respondió otra.

La maestra negó con la cabeza.

—En sí, no se sabe a ciencia cierta, ya que había unicornios más poderosos que otros, pero la estimación dice que un unicornio inexperto podría vencer hasta diez pegasos. Uno más versado podría vencer alrededor de unos veinte.

De pronto, volvió el barullo similar a cuando la profesora había llegado, pero esta vez era de desconcierto, y la profesora lo disfrutaba, pues se le veía con una sonrisa en su rostro. Levantó el casco y de pronto todos callaron.

—Parece un milagro que se haya podido ganar una guerra así, ¿no lo creen? —prosiguió la profesora—. Por eso se piensa que algo más pasó en esa guerra que nadie se acuerda, o bien, nadie sobrevivió para contarlo.

Uno de los alumnos del fondo levantó el casco.

—¿Había Yentis en esa batalla? —preguntó cuando la profesora le hubo dado la palabra.

Una de las alumnas volvió a mirar al que dijo eso, y sintió un escalofrío corriéndole por la espalda.

—Es buena teoría pensar que los Yentis acompañaron a los pegasos y ponis terrestres para acabar con los unicornios —respondió la maestra—, pero esas criaturas, al menos con base en lo que se sabe de ellas, todavía no llegan a un nivel de inteligencia como para coordinar un ataque como ese. No suena descabellado, ya que quienes nos defendían de los Yentis (y con defender me refiero a una manera indirecta) eran los unicornios. Ellos no tenían ningún problema para lidiar con ellos, y nos quitaban ese peso que ahora solo está en nuestros cascos.

—Entonces no debimos haber aniquilado a los unicornios —dijo la alumna que todavía estaba temblando y se abrazaba a sí misma.

—¡No, para nada! —exclamó otro alumno, encarándola—. Si los unicornios podían deshacerse de ellos como moscas, sería un peligro mantenerlos vivos. Con sus cosas mágicas o lo que sea que hacían con sus cuernos, ya no estaríamos aquí. Los Yentis son un problema menor, los pegasos podemos hacerles frente.

—Ambas opiniones tienen su toque de razón —concedió la maestra—, pero ahora sólo nos toca vivir tal y como lo hacemos ahora: sin unicornios presentes. —Concluyó mientras veía a través de la ventana el vasto paisaje de montañas cubiertas de nieve.

Los alumnos la miraban con atención, como esperando a que añadiera algo más a lo que estaba contando. Como volviendo a la clase, la maestra regresó a su escritorio.

—Bueno —dijo—, ya nos enrollamos bastante. Hora de seguir con la materia.

De pronto los quejidos de los estudiantes volvieron.

—Y si quieren que continuemos el tema, más les vale prestar atención de ahora en adelante —respondió la maestra volviéndose al pizarrón.  

Buscando la ArmoníaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora