5.

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Una luz junto a una ventisca se filtraba por la grieta. Tumbado en el suelo, junto a las cenizas de una fogata, estaba Eleo roncando y que empezaba a tiritar en cuanto el viento acariciaba su cuerpo. Abrió sus perezosos ojos, el solo ver las simples paredes rocosas le trajeron un sentimiento de soledad y desamparo. Dejó caer la cabeza al suelo y suspiró. Tenía un mal aliento y quería quitárselo con algo de agua limpia, para luego combatir el frío con una buena taza de café caliente; pero sus cascos estaban lejos de su hogar y seres queridos. Ahora solo tenía a una unicornio que ni ella sabía lo que quería hacer con él.

Entonces se preguntó dónde estaba ella. Había omitido por completo unos sonidos armoniosos emitiendo ecos por la cueva: notas suaves, nada semejante a un instrumento que conociera.

La curiosidad lo hizo levantarse. Tanteó el suelo para buscar las gafas que se le habían caído, dio con ellas y se las caló. El interior de la cueva estaba igual que ayer, excepto por la bolsa que le había dado su sobrina, que estaba tirada en el suelo. La recogió y la sacudió un poco: solo salieron un montón de migajas. Genial, le habían robado el pobre desayuno, hasta se le hizo extraño que todavía tuviera puesto el suéter.

Se olvidó de la desgraciada bolsa, colocándola sobre su lomo, dirigió la mirada al fondo de la cueva y se dispuso a seguir los ecos de las dulces notas musicales. Allá se encontró con el nebulerio junto a la unicornio rosa que estaba sentada con los ojos cerrados, haciendo resplandecer su cuerno; parecía que estaba meditando o algo parecido. Los nébules parpadeaban a la vez que soltaban sonidos suaves, como si juntos fueran un instrumento musical. No tocaban una canción ni nada semejante, más parecía que solo sonaban de manera aleatoria sin seguir un patrón.

El intento de música concluyó una vez que se apagó el cuerno. La unicornio levantó la cabeza y abrió los ojos para mirar a los del pobre pony terrestre.

—Oh, buenos días.

—Creo que hoy no es uno de esos. —Eleo le mostró la bolsa vacía.

Azmir sonrió con más ganas.

—¿Te quejas?

—Supongo que no tengo derecho a hacerlo. —Se acomodó las gafas y miró a otra parte para evitar la sonrisa de la malvada unicornio—. ¿Qué hacías? —Se acercó y se sentó a su lado.

—Ah, nuestros cuernos pueden hacer sonar los nébules como si fuera un instrumento. Yo no soy el mejor ejemplo, toco estas cosas tan bien como un potro una armónica que se acaba de encontrar. Antes se podían ver unicornios por las calles tocando hermosas canciones con los nébules, incluso se volvieron imprescindibles en orquestas en días festivos. Creo que puedo intentar tocar alguna.

Cerró los ojos y la luz de su cuerno iluminó el área. Entonces los nébules volvieron a sonar, esta vez intentaban seguir una canción ya olvidada, sin éxito aparente, pues pese a que los nébules tenían un toque hermoso y distintivo que otros instrumentos envidiarían, la tonada no tenía nada de eso.

De repente, el cuerno y los nébules se apagaron a la vez.

—No, no puedo. Te juro que esa no es la canción, salió horrible.

La unicornio empezó a reír por el desastroso musical, pero Eleo no podía forzarse a acompañarla en el sentimiento; las canciones que Azmir recordaba se podían dar por muertas y ningún otro pony las podría escuchar.

—No estarás todavía nervioso porque te voy a dejar acá tirado, ¿o sí? —preguntó Azmir sosteniendo la risa.

—¿Lo harás? —El corazón de Eleo empezó a temblar.

No recibió respuesta más que su típica sonrisa. Azmir se levantó y empezó a andar a la salida. Eleo hizo lo propio y la siguió. Ambos, al salir, el sol los recibió cegándoles con su luz. El viento se hacía notar sacudiendo los pinos del bosque que los rodeaba y dándole escalofríos incluso a Azmir. Pese a lo desamparado que se hallaba, Eleo se maravilló por la vista: zonas moldeadas nada más que por la naturaleza sin la intervención de algún pony desde hace años o tal vez décadas.

Buscando la ArmoníaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora