16.

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La barrera de guardias había sido derrumbada y los ponis huían cómo podían. Entre ellos, también estaba Gerenish, cargando a su hermana que se aferraba a su cuello. Los gritos y la destrucción plagaban las calles de Irinia: edificios se prendían en llamas, ponis heridos en el suelo, inconscientes, y otros más que estaban a punto de recibir una estocada de las lanzas de los pegasos.

La hermana mayor tropezó con un cuerpo en el suelo y su hermana cayó al frente, rodando hasta quedar a los cascos de un soldado pegaso.

—¡No la toques! —Gerenish tomó una piedra y se la lanzó en la cara.

El pegaso retrocedió un poco mientras se llevaba un casco a la mejilla. De ella le salió un corte y le empezó a salir chorros de un líquido verde que caían sobre Kaylie. El líquido le escocía la piel e intentó quitárselo con el otro casco, pero le empezó a arder también.

El mundo alrededor se congeló de pronto, hasta los soldados pegaso se petrificaron para volver a ver a su compañero. Vieron su piel, armadura y pelaje derretirse como una masa viscosa al suelo. Bajo la máscara se reveló unos ojos saltones negros como esferas, de su cabeza sobresalían un par de antenas que se agitaban a los lados. La figura se hacía más grande, proyectando una sombra sobre la potranca en estado de shock. La criatura se encorvaba, apoyándose con sus piernas traseras, alargadas y recubiertas de púas; las delanteras, con unas alargadas garras para empalar a un pony, las apoyaba en sus rodillas. Se alzó de pronto y, liberando sus alas quitinosas, soltó un chillido ensordecedor al aire, revelando los colmillos.

El llamado surcó el aire a la lejanía, alcanzando a los supuestos pegasos kilómetros a la redonda. Una vez captada la señal, se apresuraron a despellejarse y revelar su verdadera apariencia. El caos apenas comenzaba.


El cielo se tornaba de naranja cuando el sol de ocultaba tras el horizonte. De la vereda trotaban Eleo, Azmir y Corth a un ritmo moderado, pues el viaje les había drenado las energías. Mientras rodeaban el bosque, pudieron escuchar el griterío allá abajo en Irinia, y encima de este distinguieron unas criaturas aladas esparcidas por el cielo.

—¡Esos no son pegasos! —dijo Corth—. ¡Esos son...!

—¡...Yentis! —remató Azmir, ceñuda. Aumentó el pasó, obligando a los otros dos a apresurarse.

La unicornio entró primera a la ciudad, y detrás se le unieron Eleo y Corth. Guardias armados con lanzas y hachas se defendían de los monstruosos insectos. Otros ponis huían como podían de los bichos, defendiéndose con lo primero que encontraban como palos o piedras. La calle estaba repleta de charcos verdosos, y los acompañaban cuerpos de ponis y Yentis hechos pedazos.

—Pero ¿cómo llegaron...? —Eleo no pudo terminar su frase.

Azmir se separó de ellos, encendió su cuerno y empezó a lanzar rayos dorados a los Yentis que combatían con los guardias, cayendo destruidos al impacto. Le quitó uno de encima a un pueblerino, otro que salía de una casa, y otro más que iba hacia sus dos amigos. Entonces un enjambre de Yentis cayó del cielo y la rodeó, chillando y dejando salir un espumarajo verde entre sus colmillos. Sin amedrentarse, el cuerno de Azmir se alargó como tomando la forma de un sable dorado, giró un par de veces apuntando al enjambre y cortó a todos los Yentis en su camino. Una lluvia verde saltó justo antes de que Azmir se teletransportara a un lado para evitar empaparse.

—¡Un unicornio! —gritó de horror uno de los guardias que había sido salvado.

—¿No le parece que tiene mayores problemas que un unicornio que lo acaba de ayudar? —le recriminó Azmir.

Los guardias se miraron entre sí, sin saber qué responder. Eleo y Corth se reunieron con ellos.

—¿Cómo se llegó a esto? —preguntó Eleo.

Buscando la ArmoníaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora