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Una potranca se encontraba jugando en el patio de su casa. Su melena era corta y de color lila con rayas plateadas, y su pelaje era totalmente blanco. Estaba rodeada por varios de sus peluches, entre ellos había de varios animales: tenía un oso, un perro, un león, un cisne, un perezoso y un mono.

Su patio estaba rodeado por unas vallas blancas no muy altas, incluso la potra podría saltar sobre ellas sin dificultad. Justo al lado de donde jugaba, estaba la casa: desde fuera no ocultaba lo pequeña que era, de madera pintada del mismo color del pelaje de la joven, el techo de la casa era un tejado a dos aguas, del que sobresalía una chimenea que escupía humo, y de él un olor a pan horneado alcanzó a la potranca.

La casa no se salvaba de tener vecinos, aunque no era un vecindario ruidoso. La niña, aparte de las vocecitas que hacía para sus peluches, solo escuchaba las hojas de los árboles siendo azotadas por el viento y al vecino de en frente tarareando una canción mientras regaba sus flores.

—¡Kaylie! —escuchó la joven que la llamaban. Aquella voz le sonó conocida y distante a la vez.

La joven pony miró hacia la parte trasera de la casa donde se encontraba, como una gran muralla infranqueable, los lindes de un bosque de fresnos. Dejó sus peluches donde estaban, se acercó a las vallas traseras de la casa y se apoyó en ellas para inspeccionar el bosque con la mirada: una leve niebla se levantaba en él, pero no veía signos de vida ni de un insecto.

—¡Kaylie, ven a ver esto! —escuchó desde el interior del bosque.

Saltó la vaya y se dispuso a cruzar los bordes del bosque. No era la primera vez que se adentraba en él. Ninguno de los pueblerinos recordaba un accidente o algo parecido a alguno de los suyos, el bosque era seguro mientras no se perdieran dentro de él, lo cual era difícil, pues adentro se habían colocado señales en dirección al pueblo para facilitar la vuelta.

Sin temor alguno, Kaylie entró en el bosque, mirando a su alrededor entre los árboles.

—¿Heffar? ¿Qué ocurre? —preguntó alzando la voz en busca de algún pony.

Escuchó un leve repiqueteo de cascos más al fondo. Miró donde creyó escuchar el ruido: apenas podía ver más allá, pues la niebla cubría aquella zona. Notó una sombra que parecía de un potro como ella.

—¿Eres tú, Heffar? —preguntó Kaylie entrecerrando los ojos.

La sombra se acercaba y se hacía más grande. Fue entonces cuando Kaylie notó que algo largo y puntiagudo sobresalía de la cabeza de la silueta. El corazón de Kaylie empezó a latir con rapidez y dio dos pasos vacilantes hacia atrás, sin apartar los ojos de la sombra. No fue hasta que la sombra empezó a emitir una luz púrpura que dio media vuelta y empezó a correr. Se tropezó con las raíces de un fresno y cayó de bruces. Se levantó tan rápido como pudo, sin notar que le corría una tira de sangre por la nariz.

¡Gereeeee! —gritó.  

La puerta trasera de la casa se abrió de golpe. De ella salió una pony de pelaje blanco, llevaba delantal y su melena estaba cubierta por un gorro de cocina negro. Su rostro se desbordaba de incertidumbre.

—Kaylie, ¿dónde estás? —gritó.

Justo un momento después, vio salir a la potranca del bosque, chillando su nombre. La pequeña saltó la cerca y se resguardó debajo de la pony, sollozando mientras se asomaba para ver la entrada del bosque.

Expectante, la mayor esperó ver salir alguna especie de criatura salvaje, pero de allí sólo salió un potro de pelaje azul oscuro y una melena grisácea bien peinada al frente; llevaba en la cabeza una diadema de cartón donde tenía pegado con cinta un delgado cono que parecía un cuerno, y en uno de sus cascos traía una linterna violeta con una luciérnaga dentro.

Buscando la ArmoníaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora