3: Incomodidad

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Juliana

Si la sonrisa es el efecto secundario al saber que hablaríamos por teléfono, en mi caso, esa misma sonrisa se unía a un aparatoso estallido en mi pecho, provocado por los latidos de mi corazón que se aceleran tan sólo con la idea de verla de nuevo. Salí del avión a paso ligero y aumenté mi velocidad a medida que me acercaba al lugar donde ella siempre me espera.

Mi sonrisa se amplió aún más cuando la ví, buscándome con la mirada entre la multitud de personas que me rodeaban caminando de un lado a otro en todas direcciones. Se veía radiante y hermosa, con su cabello de hebras doradas y castaño oscuro sujeto como si llevara una diadema por las gafas de sol que había colocado sobre su cabeza; vestía con una camiseta que apenas asomaba la sensual línea de su busto, pero que era suficiente para hacer volar mi imaginación, tal como los hacían esos ceñidos pantalones vaqueros que me obligué a no detallar demasiado, porque revelaban esa figura encantadora que no sólo era fuente de inspiración para mi imaginación, sino para algo más que me hacía caer en la locura.

Cuando por fin me vió, fijó su vista en mí y me regaló su maravillosa sonrisa, dando pequeños saltitos sobre sus pies; no sé si a ella le latía el corazón como a mí, pero lo que sí me quedó muy claro por su reacción era lo feliz que la hacía verme de nuevo.

Ambas nos abrimos paso entre la gente tratando de no tropezar a nadie y cuando quedamos frente a frente, nos vimos a los ojos por un instante, sonreímos y nos abrazamos.

Cuando nos separamos para vernos a los ojos otra vez, Valentina me alborotó el cabello como siempre solía hacer y me preguntó con una sonrisa de oreja a oreja:

— ¿Cómo estuvo el vuelo Pitufa?

Me reí aún más ante la mención de ese apodo, sólo Valentina me llama así. A pesar de ser casi un año mayor que ella, cuando nos conocimos en la preparatoria mi estatura era bastante menor a la de ella, creo que en aquel entonces su altura superaba a la mía por unos doce o quince centímetros. Lo gracioso del asunto es que ella me siguió llamando así siempre, pese a que en algún momento de mi adolescencia mi cuerpo dió un estirón y terminé siendo más alta; ahora soy yo, quien con mis casi 1,80 metros de estatura, supero la suya por algo más de cinco centímetros.

—Muy bien —respondí, mientras colocaba mi brazo derecho alrededor de su cintura para emprender nuestra caminata hacia la salida del aeropuerto—. ¿Ya tienes planificada toda la agenda para secuestrarme el día de hoy? Te lo pregunto porque, en lo que a mí respecta, sólo me falta ultimar algunos detalles con mi mamá, quien ha sido, esta vez, mi cómplice para que mis planes de secuestro de mañana resulten exitosos.

— ¿Ultimar detalles con tu madre? ¡Ah no, eso no se vale! ¿Cómo voy a poder secuestrarte todo el día de hoy si tienes que hablar con tu madre?

Me reí ante su expresión de fingida molestia y respondí:

—Tranquila, sólo serán unos minutos; al salir de aquí me dejarás en casa para hablar con ella, después me acercaré a la tuya y podremos pasar todo el día juntas, ¿está bien?

—Ok, siempre y cuando me acompañes antes a desayunar, salí muy temprano y ahora muero de hambre.

—Perfecto, yo invito.

—Siempre invitas tú, déjame a mí esta vez.

—Pero...

—Nada de peros, yo invito.

—Ok, pero...

Valentina me interrumpió, señalando con su mirada a una pareja de chicos que caminaban hacia nosotras tomados de la mano; todavía no nos habían visto, estaban muy animados riendo y conversando entre ellos como para poner atención al mundo que les rodeaba.

Clásico VI JuliantinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora