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"L'enfer, c'est les autres, qui regardent toujours, qui jugent toujours."

"El infierno son los otros, siempre observando, siempre juzgando."

- Jean-Paul Sartre

Me quedo sentado en la cama, mirando la pantalla del móvil. Los mensajes de Lucas siguen ahí, como si me esperaran, aunque ya han pasado varias horas desde que los vi por primera vez. Me escribió para disculparse. Siento el peso de la ironía, esa necesidad de disculparse cuando soy yo el que debería haberlo hecho. Leo su mensaje una vez más:

"Perdón por lo de la reunión, no quise ser tan brusco."

El móvil se me resbala de las manos y cae sobre las sábanas. Cierro los ojos y consigo reírme internamente. La primera vez que nos vimos, fue él mismo quien me dijo que no me disculpara.

La primera vez que hice una reunión como representante de tesorería, mis compañeros me pidieron que, antes de que empezara la reunión, hablara con un tal Lucas de pelo largo para que me confirmara un presupuesto. Que no me preocupara, porque lo reconocería por su característico pelo largo recogido en medio moño. Y no se equivocaron; al entrar, lo encontré fácilmente: era el único chico con pelo largo de color rubio avellana. Bueno, largo, lo llevaba por encima de los hombros. Recuerdo que traía puesta una camisa informal en tonos marrones pastel, combinada con unas deportivas que le daban un toque streetwear, pero manteniendo un aire formal.

Me acerqué, nervioso y sudando. No sabía ni qué decir.

-Lo siento, llego tarde. No era mi intención -mi voz salió más débil de lo que quería, casi un susurro.

Lucas apenas me miró, sonriendo como si no fuera gran cosa. Se echó el pelo hacia atrás y me respondió sin darle importancia.

-No te preocupes tanto. Te disculpas por todo. Es raro... Relájate, estás entre amigos.

Esa afirmación me dejó descolocado. ¿Me disculpo por todo? Era la primera vez que nos veíamos, no podía ir por ahí asumiendo cosas de los demás con tan solo una frase como referencia.

Algo vibra en las sábanas de nuevo y abro los ojos. La llamada de Sarah corta el silencio, pero antes de descolgar, respiro. Respiro hondo, pero el aire se siente denso, pegajoso. Quiero que la llamada se corte sola, quiero apartar todo, no pensar en nada, pero el peso sigue ahí, como una marea que sube lentamente. Y sé que no parará.

-Alex, recuerda que hoy es la cena en casa de tus abuelos. No puedes faltar, lo sabes, ¿verdad?

-Sí, claro... -La frase sale de mi boca sin pensar, automática. Cuelgo antes de que pueda decir algo más, antes de que empiece con los reproches de siempre. La idea de estar en esa cena me asfixia aún más. Todas las miradas, las preguntas incómodas, los comentarios indirectos que siempre logran hacerme sentir como si algo en mí estuviera mal. Quiero cancelar, decir que no me siento bien, pero no lo hago. Nunca lo hago.

Me planto frente a la puerta de la casa de mis abuelos, sintiendo cómo una gota de sudor resbala por mi espalda a pesar del frío de la tarde. No quiero entrar. Pero tampoco puedo darme la vuelta. La presión sigue ahí, cada vez más intensa, como una ola que me empuja hacia adelante.

Dentro, la atmósfera es la misma de siempre: pesada y llena de expectativas. Mis tíos ya están sentados, hablando en voz alta sobre sus logros, sus trabajos, sus hijos. Me siento en una esquina de la mesa, intentando hacerme pequeño, pasar desapercibido. Pero no pasa ni un minuto antes de que mi tío Enrique me mire con esa sonrisa condescendiente que tanto detesto.

Volver a bucear [Primer borrador]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora