Kakashi había perdido la cuenta de cuántos días seguidos había pasado en esa oficina. La rutina del Hokage era implacable: comenzaba temprano, mucho antes del amanecer, cuando las calles de Konoha apenas empezaban a cobrar vida. Sabía que su jornada estaba llena de reuniones que nunca terminaban, debates eternos sobre la asignación de misiones, presupuestos para la reconstrucción de la aldea, y las constantes demandas de los clanes, siempre buscando más poder o más territorio. El peso de todo eso lo estaba aplastando, poco a poco.
Cada mañana entraba en su oficina y encontraba la misma escena: una pila de papeles interminables sobre su escritorio. Y siempre, cada firma representaba una decisión crucial, pero al mismo tiempo insignificante. Estaba cansado, no solo físicamente, sino emocionalmente. La monotonía de los sellos oficiales, los formalismos de los tratados y los interminables informes lo habían convertido en una sombra del shinobi que solía ser. A veces, mientras se perdía en los documentos, su mente vagaba hacia tiempos más sencillos, tiempos en los que una misión de campo era todo lo que necesitaba para sentirse vivo.
Pero esos días habían quedado atrás. El Consejo de Ancianos y los líderes del clan insistían en recordarle la importancia de su papel, como si eso fuera a cambiar el hecho de que odiaba cada segundo de ese puesto. Las reuniones se hacían interminables, discutiendo asuntos que le parecían absurdamente menores. Lo que Kakashi deseaba, lo que anhelaba, era estar afuera, en el campo, sintiendo el viento en su rostro, la adrenalina de una misión peligrosa, no atrapado en una sala sofocante donde las palabras no dejaban de fluir.
Ese día no fue diferente. Pasó horas discutiendo sobre la redistribución de equipos de genin y la necesidad de reforzar las patrullas en la frontera. Las palabras de los consejeros le sonaban lejanas, como un eco molesto. Cada decisión parecía más trivial que la anterior, pero al mismo tiempo, sabía que cualquier error recaería sobre sus hombros. No podía fallar, y eso lo agotaba más que cualquier batalla.
Finalmente, cuando el sol comenzaba a ponerse, Kakashi se liberó de la oficina. Salió con el ceño fruncido, su mal humor tan palpable que incluso los guardias de la entrada evitaron mirarlo a los ojos. Caminaba por las calles de Konoha con paso pesado, como si cada paso fuera un recordatorio de lo mucho que detestaba su papel como Hokage. Las risas y las conversaciones de los aldeanos a su alrededor parecían lejanas, como si pertenecieran a otro mundo.
Cuando por fin llegó a casa, el cansancio y la irritación seguían presentes, pero algo cambió al abrir la puerta. Lo primero que vio fue a Sakura, sentada en el sillón, con sus dos hijos dormidos sobre su regazo. Sakumo, el mayor, descansaba sobre su pecho, mientras Ume, la pequeña, dormía acurrucada junto a ella. Era una imagen tan pacífica, tan llena de calidez, que por un momento Kakashi se quedó paralizado, observando en silencio.
Sakura levantó la vista al sentir su presencia, y su sonrisa fue lo primero que lo desarmó. Esa sonrisa suave que siempre le daba la bienvenida, sin importar cuán tarde llegara o cuán agotado estuviera.
-Bienvenido -dijo, con su tono habitual, lleno de calma.
Kakashi no respondió de inmediato. Cerró la puerta detrás de él, su mirada fija en ella, en sus hijos, en la escena que parecía tan alejada de la realidad que acababa de dejar atrás. Sakura intentó levantarse con cuidado para no despertar a los niños, pero antes de que pudiera hacerlo, él se acercó rápidamente. El mal humor que había traído consigo, la frustración acumulada por horas de trabajo inútil, todo eso lo impulsó hacia ella.
Sin decir una palabra, la abrazó. Fue un abrazo fuerte, desesperado. Sentía que si no lo hacía, podría desmoronarse ahí mismo. Sakura lo miró sorprendida, pero no dijo nada, solo dejó que él se aferrara a ella. Podía sentir la tensión en su cuerpo, la forma en que sus manos temblaban ligeramente al sostenerla.