VI

0 0 0
                                    

Creí que la cinta había llegado a su fin. Me acerqué para retirarla y poner la otra, pero justo antes de presionar el botón de la casetera, la imagen volvió a la vida, como si no quisiera dejarme ir. La misma secuencia se repetía, idéntica en cada detalle. Pensé que había sido mi error por no detenerla a tiempo, pero al observar los números de la grabación, me di cuenta de que algo extraño estaba ocurriendo.

Volví a mi sitio, inquieto, y observé cómo la escena se repetía, una y otra vez. El barman permanecía en la misma posición, con la canción de fondo llenando el silencio, y el cigarro consumiéndose lentamente. Pero entonces apareció el niño, el mismo que había visto antes. Esta vez, no se acercó al barman. Se sentó en un rincón, a cierta distancia, observando en completo silencio. Algo en su mirada era distinto, más atento, más concentrado. Podía sentir que tenía muchas preguntas, que quería decir algo, pero no se atrevía. Era como si el miedo lo paralizara, temeroso de obtener respuestas que quizás no estaba preparado para escuchar.

La secuencia se repitió varias veces más, y cada vez, el niño estaba un poco más cerca. A pesar de su silencio, sus ojos lo decían todo: quería entender qué estaba ocurriendo. ¿Por qué el barman siempre estaba tan distante? ¿Por qué nunca hablaban entre ellos? ¿Qué era lo que estaba mal? Esas mismas preguntas, me di cuenta, eran las que yo mismo me hacía al observar la escena desde el otro lado de la pantalla. Eran preguntas sin respuestas, que parecían flotar en el aire, pesadas, insoportables.

Finalmente, cuando el niño se sentó al lado del barman, fue como si algo en el hombre se rompiera. Una única lágrima rodó por su mejilla, después de haberse mantenido inmutable durante tanto tiempo. Pero el niño no dijo nada, no preguntó nada. Parecía que el miedo a obtener respuestas lo mantenía en silencio, como si presintiera que las palabras del barman serían demasiado dolorosas.

Y entonces, el barman empezó a hablar. No fue una conversación, ni siquiera una respuesta a las preguntas no formuladas del niño. Fue más bien un desahogo, una queja. Habló de su padre, de sus hermanos, de los errores que lo habían marcado, de las responsabilidades que nunca pidió pero que se vio obligado a cargar. Sus palabras estaban llenas de amargura, de una desesperación latente que hacía difícil escucharlo. Mientras hablaba, no podía evitar sentir que, aunque se dirigía al niño, en realidad también me estaba hablando a mí. Sus confesiones me atravesaban, cada una más pesada que la anterior.

Hablaba de su soledad, del deseo de quitarse la vida, de cómo sentía que no merecía desahogarse, porque alguien tenía que cargar con los pecados de la familia. Estaba condenado a un destino que no podía cambiar, y su sufrimiento era el precio que había decidido pagar. Mientras lo escuchaba, incluso yo, desde mi posición como mero espectador, sentí el peso de sus palabras aplastándome. Era un dolor tan profundo que parecía imposible de soportar. Por un momento, pude entender por qué el barman veía el suicidio como una salida, como una forma de escapar de un ciclo interminable de culpa y desesperación.

PrisiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora