“No sé si estás al tanto, pero estás a cargo de esa enfermera. Lo has estado desde tu primer día aquí”, continuó el doctor, su tono mezclando calma y algo de ironía. “Aunque tenga sus días de malhumor, como toda mujer, su juramento médico le impide hacerte daño. No puede dañar a los pacientes”.
Aunque hablaba con una aparente intención de consolarme, noté que sus palabras eran cuidadosamente elegidas, casi como si quisiera medir mis reacciones. Tal vez se dio cuenta de que no estaba prestando atención, porque se acercó a mi cama volviéndose más serio.
“Escucha, espero que no sea mucho pedir, pero podrías dejar de intentar escapar... o al menos dejar de hacerte daño. Sí te vuelves un problema para otros, tendrán que usar sedantes contigo, y volverás a ese estado vegetativo que mencioné antes”.
Sus palabras cayeron como un martillo sobre mí. Hizo una pausa, observándome detenidamente, esperando algún indicio de que había comprendido. Después, añadió con una frialdad casi quirúrgica: “Bueno, voy a retirarme. Piensa en lo que dije”.
Se fue, dejándome sumido en un silencio incómodo.
Miré la sopa que había dejado la enfermera antes de irse, ya fría y con un aroma salado que me revolvió el estómago. Pero estaba demasiado cansado, física y emocionalmente, como para quejarme o llamar a alguien. Algo en mi interior me decía que esos pequeños "descuidos" eran apenas el comienzo. En el fondo, sentía que lo merecía. Que no había descanso para los malos.
Forcé cada cucharada, el líquido frío raspando mi garganta. A pesar del dolor físico y del sabor desagradable, terminé el plato y lo coloqué torpemente en la mesita de luz. Las heridas en mi cuerpo eran un recordatorio constante de mi fragilidad, y después de varios intentos fallidos de levantarme, entendí que depender de la enfermera no era una opción, sino una condena.
Pasaron horas hasta que regresó. La enfermera entró con una sonrisa tensa, apenas contenida.
“Es hora de tomar tus medicamentos”, dijo, su tono desprovisto de cualquier calidez.
Observé cómo colocaba una bandeja con varias pastillas frente a mí. No me ofreció agua, ni siquiera un gesto amable. Tragué las primeras con dificultad, la garganta seca dificultando el proceso. Las siguientes me quemaron el esófago, pero me forcé a no pedirle nada. Mientras tanto, ella se puso a barrer la habitación, lanzando miradas fugaces, fingiendo que no notaba mi lucha.
Finalmente, cuando terminé, sentí mi boca áspera, pero ella no hizo ningún esfuerzo por aliviar mi malestar.
“Es hora de un baño”, anunció con frialdad.
Se acercó con un andador y me ayudó a ponerme de pie. En cada movimiento, sus manos presionaron las heridas con una fuerza innecesaria. No me quejé. Sentía que lo merecía.
Me condujo hacia una esquina de la habitación, donde comenzó a quitarme la ropa y las vendas con una brusquedad que me arrancó jadeos de dolor. Algunas vendas, impregnadas de sangre seca, se negaban a ceder, y las arrancó como si mi piel no fuera más que un obstáculo molesto.
Preparó bolsas de plástico para cubrir las heridas más profundas y, finalmente, trajo agua. El frío del líquido me golpeó como un cuchillo. No era necesario que estuviera tan helada, pero tampoco esperé que fuera de otra manera. Cuando vertió agua sobre mi cabeza, aproveché el momento para beber un poco, un acto casi instintivo que ella no pareció notar, o tal vez sí, y decidió ignorar.
Luego de secarme y colocarme vendas nuevas, me vistió con ropa de paciente limpia, pero me las puso al revés. Me sentó en una silla de ruedas y me llevó al exterior de la casa.
El aire fresco me golpeó, pero no alivió el nudo en mi pecho. Elizabeth, decía su tarjeta de identificación. No me sonaba a Lethe. Intenté concentrarme en el paisaje, pero pronto caí en el abismo de mis pensamientos.
¿Qué me había llevado a este lugar? ¿Cómo pude convertirme en un asesino?
Su voz cortó mis reflexiones.
“¿Tenías sed, asesino?”
La palabra me atravesó como un relámpago. Me giré hacia ella, incrédulo.
“¿Perdón?”
“¿Tenías sed, paciente cansino?” repitió, su voz cargada de una ambigüedad desconcertante.
Antes de que pudiera responder, fingió tropezarse. Un vaso de agua se volcó sobre mí, empapándome por completo.
“Oh, lo siento”, dijo entre risas. La risa era sarcástica, falsa, pero cargada de una satisfacción maliciosa que no podía ignorar.
Me quedé allí, empapado, incapaz de reaccionar. Su odio no estaba oculto; era un filo sutil que buscaba abrirme más heridas, aunque fueran invisibles.
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Prisión
Mystery / ThrillerUna persona que está internada en un hospital mental, es atormentada con una canción que le recuerda sus pecados. Mientras trata de descubrir quién es y qué hace en ese lugar, es acechado constantemente por una figura misteriosa.