Narra Valentina
La presión de todo lo que había ocurrido me hacía sentir como si el aire se me escapara, como si estuviera a punto de explotar. No podía soportar quedarme ahí, rodeada de miradas críticas, sintiendo cada palabra de mi padre como una carga más sobre mis hombros. No podía esperar más, no podía soportar la incertidumbre de no saber dónde estaba Juliana, de no saber si estaba bien.
Sin pensarlo dos veces, salí de la casa a toda prisa, casi sin mirar atrás. Corrí hacia mi coche, mi corazón golpeando en mi pecho a cada paso, y en cuanto subí, me tiré al volante, poniendo el motor en marcha. No pensaba en nada más que en encontrarla. Las calles se desdibujaban a mi alrededor, la lluvia que comenzó a caer parecía ser parte de la tormenta que llevaba dentro. Cada vez que el coche avanzaba, sentía que el tiempo se me escapaba entre los dedos, como si no pudiera llegar a tiempo.
Estaba furiosa, asustada, confundida. Mi mente no dejaba de girar en torno a Juliana. ¿Por qué no había contestado ni una llamada? ¿Dónde se había metido? ¿Le pasó algo? Todo el peso de mis emociones me aplastaba, y el único pensamiento que me mantenía en marcha era encontrarla, encontrarla para poder hablar con ella, aclarar todo lo que había pasado y, por encima de todo, saber que estaba bien.
El reloj seguía avanzando, y finalmente, llegué frente a la casa de Juliana. Me estacioné con el corazón acelerado, los latidos en mis oídos. Al bajarme del coche, mis piernas temblaban. Me detuve un segundo frente a la puerta, y la lluvia ya mojaba mi cabello y mi ropa, pero no me importaba. Golpeé la puerta con fuerza, mi puño sonando contra la madera con un eco que resonó en mi cabeza.
—¡Juliana! —grité, con la voz quebrada, casi desesperada. Golpeé de nuevo, esta vez más fuerte. Mi respiración era pesada, y el miedo me apretaba el pecho.
Pasaron unos segundos que se sintieron como una eternidad, hasta que escuché el sonido de unos pasos al otro lado de la puerta. Mi esperanza se encendió, y cuando finalmente la puerta se abrió, me encontré con el rostro de su exesposo, mirándome con esa expresión fría, casi calculadora.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él, su tono un tanto desafiante.
La angustia me invadió al instante. Necesitaba ver a Juliana, necesitaba saber qué estaba pasando.
—¿Dónde está Juliana? —le pregunté, mi voz temblando, y ni siquiera me preocupé en ocultar el miedo que sentía.
El hombre me miró con una mezcla de desdén y aburrimiento. Su silencio fue largo, pero finalmente habló.
—No está aquí —dijo, y me lo dijo como si fuera la respuesta más obvia. —Ya se ha ido.
Mi corazón dio un vuelco. No podía ser. ¿Dónde estaba? ¿Qué estaba pasando? Me quedé ahí, en shock, sin poder reaccionar. No había señales de Juliana, no había forma de saber si estaba bien.
—¿Qué quieres? —preguntó él, con una mezcla de frustración y cansancio, ya claramente harto de la situación.
Me sentía más perdida que nunca, y una profunda sensación de impotencia me envolvía. No podía hacer nada, no sabía nada.
—Por favor... dime dónde está —le supliqué, pero él sólo cerró la puerta lentamente en mi cara.
El golpe de la puerta resonó en mi cabeza, y me quedé allí, parada en la lluvia, con el vacío más grande que jamás había sentido.
Algo en mi interior me decía que él me estaba mintiendo, que no todo era tan simple como lo había dejado entrever. No podía quedarme ahí, no podía aceptar su palabra como única verdad. Mi cuerpo reaccionó sin pensarlo, y antes de que pudiera detenerme, empujé la puerta y entré en la casa. El sonido de los pasos apresurados resonaba en el pasillo, y todo lo que quería era encontrarla, saber si estaba bien.
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