Después de quedarnos en el puestico de ceviche, tomé unas fotos del paisaje, aprovechando la magia del atardecer en Cartagena. Carrascal y yo nos subimos a un taxi rumbo a su casa, y a medida que avanzábamos, yo no podía evitar sentir un poquito de nervios. No sabía por qué, pero tenía esa mezcla de emoción y maripositas en el estómago.
Cuando llegamos, la casa de Carrascal era como esas casas de pueblo antiguas, grandes y acogedoras, con una terraza enorme repleta de plantas y sillas de madera, casi como si la naturaleza misma se hubiera mudado ahí. Al abrir la puerta, salió su mamá, con una sonrisa de oreja a oreja y los brazos extendidos para recibirnos.
—¡Mi niño, por fin en casa! —dijo, abrazándolo fuerte—. ¡Y tú debes ser Lazy! ¡Qué linda, mi amor! Pasa, siéntase como en su casa, que aquí no hay extraños —me dijo, dándome un abrazo cálido que me hizo sentir como si me conociera de toda la vida.
—Gracias, señora —le respondí, devolviéndole la sonrisa y sintiéndome como en familia de inmediato.
Entramos y nos acomodamos en el sofá, donde al poco rato salió el papá de Carrascal, un señor alto y con bigote, que nos miró con una mezcla de orgullo y curiosidad.
—¡Ah, el hombre de la casa llegó! —exclamó, dándole un apretón de manos y una palmada en el hombro—. Y la dama —añadió, sonriendo mientras me saludaba con un apretón de manos firme—. Bienvenida, hija. Espero que mi hijo la trate bien, si no, me avisa y le jalo las orejas.
Solté una risa y miré a Carrascal, que se encogía de hombros con una sonrisita pícara.
—Aquí me tienen bien cuidada —le respondí, jugando con su broma.
Un rato después, apareció el hermano menor de Carrascal, un pelado de unos doce años, lleno de energía y con una sonrisa contagiosa. Carrascal sacó una bolsa de su mochila y le entregó un regalo.
(No se cuantos años tiene el hermano de carrascal)
—Tome, mi llave. Esto es para usted —dijo Carrascal, y el hermanito se puso a abrirlo rápido, encontrando una camiseta del equipo de fútbol favorita de él. Sus ojos se iluminaron y brincó de felicidad.
—¡Gracias, hermano! ¡Esta es la que quería! —exclamó, y luego me miró a mí con curiosidad—. ¿Tú también juegas fútbol? —me preguntó.
—Jajaja, no, no tanto como tu hermano —le respondí, sonriendo—. Pero sí he aprendido algunos trucos gracias a él.
La tarde avanzaba, y yo me sentía cada vez más cómoda, riéndome y charlando con todos. Era como estar en una reunión familiar, y, la verdad, el ambiente me hacía sentir bien. Estábamos todos en la sala cuando la mamá de Carrascal se asomó desde la cocina.
—Lazy, ¿tienes hambre? ¿Quieres comer? —me preguntó con una voz dulce.
Yo miré a Carrascal, sin estar muy segura de qué responder, porque en realidad no tenía mucha hambre. Pero él asintió, dándome un golpecito en la pierna, así que no me quedó de otra que decir que sí.
—Claro, señora, yo como lo que haya —respondí con una sonrisa.
—Vaya, mi niña, póngase cómoda primero. Luego venga a la mesa, que aquí se le espera.
Carrascal se levantó y me agarró de la mano, guiándome por un pasillo hasta una habitación grande al lado del patio.
—Este era mi cuarto —dijo, mirándome mientras yo observaba el cuarto, con fotos, un par de trofeos y detalles que contaban parte de su historia.
Dejé mi bolso sobre una silla y me acerqué a él.
—¿Quiere que durmamos separados? —me preguntó, en tono suave, pero serio.
Yo solo negué con la cabeza, sin decir mucho, y él sonrió. Fue un momento simple, pero lleno de significado.
Después de ese pequeño recorrido, nos llamó la mamá de Carrascal, así que fuimos a la mesa. Me indicó un asiento, y cuando vi el plato frente a mí, me di cuenta de que estaba lleno de arroz con pollo, acompañado de una generosa porción de ensalada y una tajada de aguacate.
—Ay, Dios... Esto es demasiado, ¿qué hago? —pensé, sin querer quedar como maleducada, así que me decidí a comerme todo, aunque sentía que iba a explotar.
Mientras comíamos, la familia seguía charlando y haciéndome sentir en confianza. El papá de Carrascal me miró con curiosidad.
—¿Y usted cómo se lleva con el trabajo en medio de todos estos jugadores? ¿Se acostumbró a tanto corre-corre? —preguntó, mientras se servía más agua.
—Ay, sí, pero al principio fue una locura. Uno tiene que estar pendiente de todo y no perderse nada —respondí, riéndome—. Eso sí, siempre hay alguien que hace el día interesante.
La mamá de Carrascal soltó una risita y asintió.
—Debe ser todo un trabajo, mi amor. Pero aquí la esperamos cuando quiera, eh. Esta es su casa también —me dijo, sonriendo cálidamente.
El hermano de Carrascal, entre cucharadas, me miró y dijo:
—¿Tú sabes quién es mi hermano para el fútbol, no? Es el mejor —me dijo, como presumiéndolo con orgullo.
—Claro, yo lo sé. Siempre digo que tengo la suerte de trabajar con los mejores jugadores del país —respondí, sonriéndole y dándole una mirada a Carrascal.
La cena fue larga, llena de anécdotas y risas, hasta que mi estómago ya no podía más. Terminamos entre chistes y las bromas de Carrascal con su hermano, que lo molestaba diciendo que siempre había sido el consentido de su mamá.
Al terminar, la mamá nos insistió en que fuéramos a descansar. Regresamos al cuarto, y al apagar la luz, me acomodé en la cama junto a él. Me abrazó de inmediato, rodeándome con sus brazos, y yo me dejé caer contra su pecho, escuchando los sonidos lejanos de la noche en Cartagena.
—Gracias por traerme —le susurré, sintiéndome más cómoda que nunca.
—Gracias por venir —respondió él, besándome suavemente en la frente.
Y así, abrazados y en silencio, me quedé dormida en sus brazos, sintiendo que había encontrado un pequeño rincón de paz en su mundo.