La noche en Cartagena estaba en su máximo esplendor cuando nos adentramos en el turbo. Desde lejos, las luces y el sonido ensordecedor de la champeta retumbaban en el aire, llenando cada rincón de la calle. Era imposible resistirse a la energía del lugar; el aire estaba cargado de sudor, risas, y un ritmo que parecía estar en el ADN de todos los presentes. La champeta explotaba en cada bocina, y el retumbar de los bajos hacía vibrar el suelo bajo nuestros pies.Carrascal y yo caminábamos tomados de la mano, y noté cómo algunas miradas se dirigían hacia nosotros. No éramos los únicos en el turbo, claro, pero había algo en la forma en la que él y yo nos movíamos juntos, una química que parecía hacerse notar en medio de toda la multitud.
Alrededor, el ambiente era de puro desorden festivo: gente gritando con emoción, otros bailando en círculos, mientras el DJ animaba a todos desde la tarima improvisada. Su voz resonaba con la cadencia de la champeta y, cada tanto, gritaba frases como "¡Aquí estamos pa' romper la noche!" o "¡A ver quiénes son los que aguantan hasta el amanecer!"
La familia de Carrascal también se unió a la fiesta. Su mamá estaba charlando animadamente con una tía y una prima, y su papá conversaba con algunos amigos que también se habían acercado. Todos estaban vestidos para la ocasión: colores vivos, ropas cómodas y veraniegas. Yo llevaba un vestido corto blanco, suelto y fresco, con sandalias bajas que me permitían moverme sin problemas. Carrascal, por su parte, llevaba una camiseta negra, ligera, con unos jeans oscuros y unas zapatillas blancas que resaltaban en la oscuridad del turbo. Su cabello, despeinado y libre, se movía con el ritmo de la música mientras reía y saludaba a amigos y conocidos.
—Oye, ven, ven —dijo él, acercándome a la barra improvisada donde vendían cervezas y aguardiente—. Tenemos que entrar en el modo fiesta oficial.
—¿Estás diciendo que aún no hemos comenzado? —respondí, levantando una ceja y dándole una mirada juguetona.
Él soltó una carcajada y pidió dos cervezas. El vendedor se las pasó rápidamente, y Carrascal me entregó una.
—Salud, por Cartagena y por la mejor compañía —dijo, chocando su botella con la mía.
—Salud —respondí, y di un buen trago, sintiendo el sabor frío y amargo recorrer mi garganta. El ambiente era perfecto: risas, música fuerte y la brisa de la noche cartagenera rodeándonos.
De repente, comenzó a sonar una champeta clásica, y el turbo entero enloqueció. La canción era "El Loco" de Kevin Flórez, una de esas que hacen que cada persona en la pista pierda el control. La trompeta resonaba fuerte, y la voz rasposa de Flórez comenzó a calentar el ambiente. Carrascal y yo nos miramos con una sonrisa, como si hubiéramos recibido una invitación personal para bailar.
—A ver si aguantas mi ritmo —dijo él, haciéndose el desafiante mientras tomaba mi mano y me llevaba al centro de la pista.
—¿Crees que no puedo? —respondí, acercándome a él y comenzando a moverme al compás de la champeta.
La letra de la canción se mezclaba con nuestros pasos y risas:
"Porque tú eres la que me pone mal... Esa mujer me tiene loco..."El ritmo era contagioso, y pronto Carrascal y yo estábamos completamente sumergidos en la música. Sentía cómo su cuerpo seguía el mío, nuestras miradas se encontraban cada tanto, y el calor del lugar se intensificaba a medida que la gente nos rodeaba, formando un círculo de amigos y familiares que gritaban y animaban.
—¡Así es que se baila, primo! —gritó uno de los primos de Carrascal, riéndose mientras tomaba otro trago y nos observaba con una gran sonrisa.
—¡Dale, Carrascal! ¡Que no se diga que la nueva no sabe bailar! —agregó su mamá, guiñándome un ojo.