Me desperté con el cuerpo adolorido, recordando la noche que habíamos tenido. Cada parte de mí resonaba con el eco de sus caricias, y una sonrisa involuntaria se me escapó. Me estiré en la cama, notando que Carrascal ya no estaba. Miré a mi alrededor y vi una de sus camisas tirada en el suelo. Me la puse y me envolví en su olor, sintiendo que me faltaba su calor.Caminé descalza por los pasillos, sin hacer mucho ruido, cuando de pronto escuché su voz llamándome desde la cocina.
—¡Amor! Ven, que estoy haciendo el desayuno para los dos —me dijo con su tono característico.
Apuré el paso hasta la cocina, ansiosa por verlo. Ahí estaba, de pie frente a la estufa, con un suéter suelto y ese cabello despeinados que tanto amaba. Me mordí el labio al verlo concentrado, y no pude evitar acercarme sigilosamente por detrás, rodeándolo con mis brazos y apoyando mi cabeza en su espalda.
—Buenos días, chef —le susurré, y él soltó una pequeña risa.
Se giró hacia mí y me dejó un beso rápido en la frente antes de volver a su tarea. Su sonrisa tenía ese toque pícaro que solo él podía hacer tan bien.
—Buenos días, dormilona. Pensé que ibas a seguir en la cama todo el día —dijo, y no pude evitar soltar una pequeña carcajada.
—¿Y perderme este espectáculo? Ni loca —le respondí, y me apoyé en el marco de la puerta mientras lo observaba—. Por cierto, ¿y tu mamá, tu papá y tu hermano?
Él se giró con una sonrisa maliciosa, sin dejar de revolver los huevos en la sartén.
—Salieron a hacer unos mandados —respondió—. Tenemos la casa solo para nosotros.
Me reí entre dientes y me acerqué a él, apoyando mis manos en el borde de la encimera mientras lo miraba intensamente.
—¿Ah, sí? —dije, bajando la voz un poco—. ¿Y qué piensas hacer con esa información, Jorge?
Él sonrió y se acercó, dejando la espátula a un lado para poner sus manos en mi cintura. Sentí su mirada fija en mí, mientras una de sus manos subía por mi espalda, haciéndome estremecer.
—Creo que puedo pensar en algunas cosas... —respondió, su voz baja, envolviéndome en un abrazo lento y profundo.
—¿Ah, sí? —respondí, subiendo mis manos hasta su cuello, enredando mis dedos en sus pelos —. ¿Y cuáles serían esas cosas?
En ese momento, él se inclinó y me besó, primero suavemente, pero poco a poco el beso se volvió más intenso, más profundo. Sentí su respiración acelerarse mientras sus manos exploraban mi espalda, y una de ellas subía hasta mi cuello, acariciándome con la yema de los dedos. Nuestros cuerpos parecían encajar a la perfección, y cada beso me hacía perderme más en él.
Sin pensarlo mucho, me levantó y me sentó en la encimera, dejando que mis piernas se enredaran alrededor de su cintura. La camisa que llevaba suya apenas cubría lo justo, y sentía su mirada recorrerme mientras sonreía.
—¿Y el desayuno? —le susurré, con una sonrisa traviesa.
—Creo que podemos esperar un poquito, ¿no? —contestó, con ese tono que me hacía derretir. Inclinó su rostro hacia mi cuello, besándome suavemente hasta que los suspiros escaparon de mis labios. Sentía cada beso, cada susurro suyo mientras sus manos subían lentamente por mis muslos.
—Te necesito tanto... —murmuré, apenas audible, y él levantó su rostro para mirarme a los ojos.
—Yo más, amor —respondió, y la intensidad en su mirada me dejaba sin aliento.
Nos dejamos llevar por el momento, enredándonos en cada beso y cada caricia, sin importar que estábamos en la cocina y a plena luz del día. Su piel contra la mía, sus manos explorándome, y sus labios robándome el aliento en cada rincón hacían que todo pareciera un sueño.
Minutos después, cuando ya recuperábamos el aliento, él me dio un último beso en la frente, sonriendo.
—Creo que ahora sí, vamos a desayunar —dijo, y ambos reímos, tratando de recomponernos.
Mientras él terminaba de cocinar, yo lo observaba, sentada en la encimera, notando cada pequeño detalle, desde sus manos grandes hasta su sonrisa concentrada. Una vez que terminamos de desayunar, seguí explorando la sala mientras él recogía.
—¿Y cuándo regresamos? —le pregunté, sin apartar la vista de una estantería llena de fotos familiares.
—Mañana en la mañana —respondió, y se acercó a mí, rodeándome con sus brazos desde atrás y dándome un beso suave en el hombro—. Hoy quiero llevarte a un turbo al que siempre voy con mi familia.
Le sonreí y asentí, apoyando mi cabeza en su hombro. Mientras recorría la vista por las fotos, una en particular llamó mi atención. Era de Carrascal, mucho más pequeño, con una sonrisa traviesa y esos mismos rulos que tanto me encantaban.
—¿Así que ya desde pequeño eras un coqueto? —dije, riendo mientras señalaba la foto.
Él se rió y me dio un suave empujón en la espalda.
—¿Qué puedo decir? Siempre he tenido ese no sé qué —respondió con una sonrisa mientras ambos observábamos las fotos juntos, compartiendo esos pequeños recuerdos de su vida, y sintiendo que cada día a su lado, lo quería un poquito más.