Después de levantarme de esa siesta que me dejó con bastante energía, me di una ducha rápida, me puse unos shorts, una camiseta cómoda y mis chanclas. Bajé al lobby buscando a Valentina, ya que no me contestaba los mensajes. Caminando por ahí, me topé con Mojica.
—Oye, ¿has visto a Valentina? La he buscado como loca —le pregunté algo apurada.
—Creo que está en la parte de atrás del hotel con los pelados —contestó él, sonriendo.
Le agradecí y me fui corriendo para allá. Al llegar, efectivamente, ahí estaba Valentina, acompañada de Lucho, James, Carrascal, Richard, y, por supuesto, Durán. Sí, Durán. No sé qué se trae Valentina con él, pero esa amistad me parece un poco... rarita.
Me acerqué y tomé asiento junto a ellos.
—Oye, ya te levantaste de hibernar —bromeó Valentina al verme.
—Pues sí, estaba cansada —respondí riendo mientras me acomodaba.
—¿Y cómo no vas a estarlo, si ayer te tomaste casi el doble de fotos que nosotros? —dijo Richard con su acento paisa, guiñándome el ojo.
—De todas formas, todas las fotos salieron divinas —agregó Lucho, exagerando su acento costeño—. Cuando las suban, no va a haber quien nos aguante en Instagram.
James, que estaba comiendo unas papas fritas, empezó a contar una anécdota graciosa de cuando era niño y jugaba fútbol en el barrio. Todos rieron, y eso dio pie a que el ambiente se volviera más relajado. Cada uno empezó a compartir historias de cuando eran pequeños, de sus familias, de cómo fue crecer con poco, pero siempre con sueños enormes.
Valentina, con su acento de Manizales, contó que su comida favorita eran las empanadas que hacía su abuela cada vez que la visitaban en la finca.
—¡Ay, yo mataría por una buena arepita con huevo ahora mismo! —interrumpió Lucho, gesticulando exageradamente—. ¡Eso sí es comer!
—¡Y no te olvides del guandú! —añadí, riendo—. Ese plato no puede faltar en una buena comida costeña.
—Oye, Lacu, ¿cómo haces para tener tanta paciencia con esa cámara todo el día? —preguntó Richard, sonriendo con su clásico acento paisa—. A mí se me hubiera caído a los cinco minutos.
—Pues con lo que me paguen, me compro otra —respondí riendo, mientras Valentina asentía a mi lado.
—Es que ser fotógrafa no es pa' cualquiera, ñerito —dijo Lucho, exagerando su acento costeño—. ¡Mira esa paciencia que tiene Lacu pa' aguantarnos a todos nosotros!
—Y pa' verte a ti tanto rato, compa, eso sí que es un milagro —añadió duran , metiéndose al chiste mientras mordía otra papa frita.
Todos estallaron en carcajadas. Lucho se puso la mano en el pecho, haciendo un gesto de dramatismo exagerado.
—¡Ay, oye! ¿Pa' qué tanta envidia conmigo? ¡Si ustedes son los que se pierden de mi flow costeño! —dijo Lucho, bailando en su silla, haciendo que las risas aumentaran.
Valentina, que seguía observando la escena, decidió unirse a la conversación.
—Oigan, ya, déjenlo quieto al pobre hombre —dijo con su acento manizaleño—. Aunque la verdad, Lucho, tu flow está medio perdido, vos sabés que lo decís por disimular.
—¡Eh, eh! ¿Y tú qué hablas, Valentina? Si cuando bailamos, vos parecías una estatua —respondió Lucho, guiñándole el ojo.
—¡Ay, no seas grosero! —dijo ella, riendo—. Eso es porque estaba concentrada.
—Claro, sí, sí, concentrada... ¡Concentrada en que no te dolieran los pies! —interrumpió Richard, levantando su vaso y brindando.
—Ajá, ajá, pero la verdad sea dicha —añadí yo—, ¿quién de aquí no tiene dos pies izquierdos?
Carrascal intervino, riendo mientras hacía un ademán con las manos.
—A ver, ¿y qué va a saber de bailar la gente de Bogotá? Si ustedes solo saben caminar rápido en los trancones —dijo con su marcado acento cartagenero, lo que hizo que los demás estallaran en risas.
Nos reímos y bromeamos de todo. Durán, que había estado callado, habló sobre su infancia en Medellín y cómo siempre soñó con ser futbolista. Nos contó anécdotas de cuando jugaba descalzo en las calles de su barrio.
—¿Y sabés qué era lo peor? —dijo Durán, mirando a Valentina—. Que cuando llegaba la hora de comer, a veces no había mucho más que frijoles y platanito, pero para mí, eso era el mejor manjar del mundo.
—¡Ay, no! ¿Y sabes qué me trae a mí recuerdos? —intervino James —. La yuca con queso que hacía mi mamá los fines de semana. Eso sí era comida, ¡de la buena!
Así, entre anécdotas y bromas, el tiempo pasó volando. Valentina y yo nos miramos en complicidad cuando Abril y las porristas se acercaron al grupo, pero traté de no darles mucha importancia. Seguimos riendo y conversando, pero tras varias cervezas, el cansancio me estaba ganando.
—Bueno, ya estoy cansada. Me voy a mi habitación —dije, estirándome.
—Yo te acompaño —respondió Carrascal de inmediato.
Sentí un leve cosquilleo en el estómago, pero no dije nada. Caminamos juntos hacia el ascensor en silencio. En cuanto se cerraron las puertas, me sentí un poco nerviosa, pero también cómoda a su lado. Era una mezcla rara.
Cuando llegamos a la puerta de mi habitación, me detuve.
—Si quieres, pasa —le dije, sin pensarlo mucho.
—Claro —respondió él, sonriendo, mientras entraba y se sentaba en mi cama.
Me acerqué, tomé asiento a su lado, y comenzamos a hablar.
—Ese partido estuvo loco, ¿no? —dije, tratando de romper el hielo.
—Loco, pero bien jugado —respondió Carrascal—. Aunque todavía no me creo cómo fallé ese gol. ¡Tenía el arco solo!
—Bueno, es que si no fallabas, entonces, ¿quién se iba a ganar la crítica? —bromeé.
—Ay, no me lo recuerdes —dijo él, riendo, inclinándose hacia atrás—. ¿Tú te has dado cuenta de cómo todo el mundo se pone a opinar en redes? ¡Hasta los que nunca han tocado un balón!
Me reí, y la conversación se fue tornando más relajada. Carrascal empezó a contarme historias de sus entrenamientos, de cómo la vida en el fútbol le había enseñado muchas lecciones.
—El fútbol te da y te quita —dijo, con un tono más serio—. Hay días en los que todo parece perfecto y otros en los que... te caes de una manera que no te esperabas.
—Sí, pero te levantas, ¿no? Siempre lo haces —le respondí, mirándolo.
—Exacto —asintió, sonriendo—. Y si tienes una buena razón, siempre te levantas.
Hablamos un rato más, entre bromas y comentarios más personales. Había algo en la manera en que nos mirábamos, una especie de conexión sutil que hacía que me sintiera cómoda, aunque un poco nerviosa al mismo tiempo. En algún momento, el cansancio empezó a pesarnos a ambos, y simplemente terminamos acostándonos sobre la cama, sin ninguna tensión, solo disfrutando de la compañía. Nos quedamos dormidos juntos, como dos amigos que compartían un momento de tranquilidad después de un día largo y agotador.