Maia había pasado los últimos meses en una montaña rusa de emociones desde que, en la revelación de género del bebé, habían confirmado que esperaban un varón. El alivio, la sorpresa y las lágrimas de felicidad se mezclaron en sus mejillas mientras Mateo, a su lado, la miraba con los ojos brillantes.— Lo que soñamos, Maia, se está haciendo realidad —le había susurrado al oído, tomando su mano con esa dulzura tan característica.
Desde entonces, la vida de ambos giró en torno a esa noticia. Mateo, que en un principio parecía abrumado por la idea de convertirse en papá, había sacado a relucir una faceta insospechada. Pasaba noches en vela, leyendo libros sobre embarazo, tomando notas y buscando consejos. Cada vez que Maia se quejaba de alguna molestia o aparecía una nueva manía, él la sorprendía con su paciencia.
— Ya sé, ya sé, amor, nada que una sopa caliente y mis brazos no puedan arreglar —le decía entre risas mientras la abrazaba, y eso bastaba para que Maia se olvidara de cualquier malestar.
En estos últimos tiempos, sin embargo, también habían tenido sus roces. Las hormonas de Maia estaban a flor de piel, y aunque la mayoría de las veces Mateo lograba apaciguar las aguas, hubo una vez en que una pequeña discusión se salió de control.
Unas semanas atrás, Maia y Mateo habían pasado por una discusión que terminó de la peor manera. Fue una noche en la que Maia, cansada y sensible, se sentía invadida por las hormonas del embarazo, y cualquier comentario, por más inofensivo que fuera, la hacía saltar.
Mateo llegó a casa luego de un ensayo largo, con una sonrisa y un ramo de flores en la mano.
— ¡Mirá lo que te traje! —le dijo, con una expresión de orgullo mientras se lo ofrecía.
Maia, que estaba sentada en el sillón y había tenido un día agotador, no reaccionó como él esperaba.
— ¿Flores, Mateo? ¿Flores otra vez? —preguntó, su voz cargada de sarcasmo—. No sé si te diste cuenta, pero no puedo ni con el olor a lavanda ahora. ¿No lo sabías?
Mateo parpadeó, algo desorientado.
— Perdón, no... no sabía que te molestaba —dijo, dejando el ramo en la mesa y acercándose a ella.
Maia suspiró, llevándose una mano a la frente.
— Claro, nunca sabés nada, Mateo. Vivís en la luna, parece. —Su tono había subido y, aunque sabía que exageraba, no podía detenerse—. Me pasé todo el día sola, aguantando las patadas del bebé, tratando de descansar sin lograrlo. ¡Y vos llegás como si nada!
Mateo la miró, incrédulo, intentando entender de dónde venía todo eso.
— Pará, Maia... yo estuve laburando, esto no tiene que ver con no querer estar con vos. Si querés, hablamos, pero no da que me trates así.
— No da, ¿eh? Entonces andate, Mateo, si no da. Andate, no quiero verte —le espetó, levantándose del sillón y señalando la puerta.
Él la miró, con dolor en los ojos, como si intentara procesar lo que acababa de escuchar. Sin decir nada más, se dio vuelta y salió, cerrando la puerta despacio.
Pasaron las horas, y Maia se quedó en la sala, mirándolo desde la ventana mientras él se sentaba en el umbral de la casa, esperando por ella. La culpa la empezó a carcomer al ver cómo él, a pesar de todo, no se iba. Finalmente, abrió la puerta y lo encontró allí, con la mirada perdida en el suelo, como si estuviera esperando ese momento.
— Mateo... —dijo, con la voz quebrada, intentando encontrar las palabras—. Yo... perdoname. No sé qué me pasa.
Mateo levantó la vista y le sonrió, con ternura.