«EL AVENTÓN»

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Sonia caminaba a la vera de la ruta 2, rumbo a Mar del Plata. A metros distinguió una parada de bus. Necesito un descanso, - pensó. Tomó agua de su botella, luego chequeó la hora en su celular y decidió sentarse unos minutos antes de continuar.

Se quitó la mochila y la apoyó en el suelo. Le dió pena, ya que estaba de estreno. La ruta se veía solitaria, nadie a kilómetros alrededor pero eso no la intimidó. Ni siquiera la cruz de madera clavada a metros de aquella parada la acobardó.

Había visto varias de esas recorriendo el camino. Tenía la costumbre de leer sus nombres e imaginarse el aspecto que tenían cuando la tragedia les llegó. Con el tiempo la curiosidad le abandonó y comenzó a ignorarlas. Formaban parte del paisaje, como las cunetas y las señales.

Luego de descansar un momento se levantó, tomó la mochila y el viaje continuó.
Su marcha era constante. Pero a medida que ganaba terreno, el cansancio crecía con esmero.

El paso comenzó a ralentizar. Respiraba con dificultad y su espalda se encorvaba de una manera inusual. Como si en la mochila cargara piedras y no la dejaban dar un paso más.

Le pareció extraña esa sensación, ya que siempre hacía Trekking y estaba acostumbrada a caminar grandes distancias, con el mismo peso sobre su espalda.

Cada paso que hacía, más agobio sentía. Las piernas le temblaron al punto de doblar sus rodillas. Tenía un nudo en el estómago y la maldita mochila no dejaba de pesar. Pero continuó su marcha, se había propuesto llegar aunque sea a rastras.

Concluyó que la culpa de todo la tenía la mochila. Desesperada trató quitársela, pero parecía haberse pegado a su espalda. No había manera de liberarse del bolso aunque lo intentara.

Lo que empezó siendo un viaje más, se convirtió en una pesadilla. Sonia, en un arranque de locura, se tumbó de boca sobre la ruta y siguió su recorrido con bramura. Arrastraba su cuerpo y arañaba el concreto con las manos. Avanzaba el terreno con ardoroso trabajo, centímetro a centímetro, palmo a palmo.

Así llegó a Maipú. Con las uñas comidas por la ruta, su ropa hecha harapos y su cuerpo exhausto. Parpadeó varias veces cuando vió las luces de neón de la estación de servicio. Exhaló un hondo suspiro y se quitó el sudor de la frente creyendo que había terminado el suplicio.

De pronto alguien le tocó el hombro. Desconcertada volteó la cabeza para ver a un joven abrazado a su bolso. Sus cabellos oscuros le cubrían parte del rostro. Tenía la remera rasgada, sucio el shorts y unas Toppers azules descoloridas por el sol.

Sonia no podía creer lo que veía. ¿Podría ser que el cansancio le nublara la vista? El joven bajó de su espalda. Mientras se acomodaba la ropa, le dirigió una amplia sonrisa, después le habló:

-Un gusto, mi nombre es Leandro. Gracias por el aventón -Luego se fue caminando rumbo a la estación.

En un momento de claridad mental. Sonia recordó el nombre que portaba aquella última cruz de madera que vio. Antes de desmayarse producto del shock, la muchacha sintió al fin, que la pesada carga en su espalda desapareció.

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«Cuentos para NO dormir». El Cuento te lo regalo, el susto te lo debo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora