Si quieres que el terror se cuele por cada fibra de tu cuerpo. Si ansías sentir cómo late desenfrenado tu corazón al simple roce de la puerta entornada. Si deseas que tus dientes castañeteen por aquella sombra deforme que está detrás de tu espalda.
...
Conducía el interno 114 del último recorrido de mi jornada laboral. Eran casi las once de la noche y mi pasaje era el habitual. Tres paradas más, susurré para alentarme mientras bostezaba pensando lo que Celia me haría de cenar.
Frené en la esquina de Córdoba, allí bajó la enfermera. Luego doblé para tomar Av. Lacroze. Cinco cuadras más, se bajará el resto del pasaje y volveré a mi hogar.
El tráfico era fluido y la visibilidad óptima. El semáforo cambió a rojo a último momento y tuve que frenar. Aprovechando la oportunidad alguien me hace la parada. Con la nula amabilidad que me quedaba, acaricié el bus sobre el cordón de la vereda y le abrí la puerta.
El hombre que pidió la parada era alto, lánguido y estaba vestido con un impecable Montgomery negro. Cubría parte de su rostro con el alto cuello de su tapado, haciendo que su cabeza calva sobresaliera de forma grotesca.
No tuve más opción que abrir la puerta. Subió con elegancia los escalones. Luego extendió sus largos y pálidos dedos, apoyó la tarjeta en el tótem, pidiéndome que lo llevará a la última parada. Su voz gruesa y monocorde parecía provenir de las profundidades mismas del cemento.
Después de abonar su pasaje se dirigió a la parte trasera del colectivo. Su mocasines de Charol negro apenas pisaban el suelo corroído de polvo y hollín. Después se sentó del lado izquierdo del ventanal, mientras hacía caso omiso a las miradas de los demás.
Tosí incómodo y me acomodé en mi silla. No era su aspecto lo que me generaba incomodidad. Sino ese olor preticor de la tierra mojada que desprendía el peculiar pasajero, y que dejó impregnado en el aire al pasar.
Cerré la puerta deseando cuánto antes terminar mi recorrido. Cada tanto, por el espejo retrovisor, observaba al hombre que perdía su mirada en las luces nocturnas que bañaban el ventanal.
Una parada más, me repetí, y luego llegué a destino. Estación Federico Lacroze, final del recorrido. Abrí las puertas y las últimas personas bajaron. Pero el hombre del Montgomery negro aún seguía sentado.
Con una falsa amabilidad, di vuelta mi cuerpo, aclaré mi voz y le indiqué:
—Señor, final del recorrido. Todas las personas deben bajarse.
El hombre, que no dejaba de mirar por la ventana, me contestó. Su voz hacía eco dentro del bus silencioso y vacío. Recuerdo que apenas abrió la boca hizo que el aire se ponga gélido.
—Lo estoy esperando a usted. También es el final de su recorrido. Tiene que bajarse.
Ya era demasiado tarde para entender la metáfora.
La frenada sobre el asfalto. Los vidrios rotos, la sangre, el dolor, mi cuerpo... Todo eso había quedado atrás mientras caminaba indiferente siguiendo al hombre del Montgomery negro en la oscuridad.
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