Aitana jamás imaginó que fingir ser la esposa de su jefe, el misterioso y solitario Darío Valmont, la llevaría a un mundo lleno de secretos. Entre miradas prohibidas y una pequeña niña que despierta su instinto maternal, Aitana descubre que este con...
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No podía dejar de pensar en lo que Aitana me había confesado. La profundidad de su dolor, su historia oculta… cada palabra se había clavado en mi mente. Saber que había tenido que dejar a su propio hijo para protegerlo, para protegerse a sí misma, me rompía por dentro. Me pregunté cómo había sobrevivido esos años cargando ese peso sola, y ahora entendía por qué, a veces, había un dolor en su mirada que parecía ir más allá de lo que se podía decir en palabras.
Miré a Luna jugando en el suelo y pensé en lo que sería vivir sin ella. Ni siquiera podía imaginármelo. Mi hija se había convertido en el centro de mi vida, en mi razón para luchar, y no podía entender cómo alguien era capaz de abandonar a una mujer como Aitana y a un niño tan pequeño. Alguien que debería haberlos amado y protegido.
Pero ese dolor no era algo que pudiera borrar. No podía cambiar el pasado de Aitana ni lo que había sufrido. Sin embargo, algo en mí me decía que podía hacer algo más. Que no estaba aquí para ser un simple observador de su dolor.
Aitana no sabía que tenía contactos que podrían ayudarla, pero yo sí. Sabía que ella, en su intento de sobrevivir, había renunciado a encontrar a su hijo, a volver a ver su rostro, a escuchar su risa. Había renunciado a él, y con cada día que pasaba, sentía que esa renuncia era permanente. Pero yo no pensaba permitirlo. Tenía los recursos, y ahora también tenía la determinación de cambiar su destino, de ofrecerle algo que no se atrevía a pedir.
Pasé los días siguientes haciendo llamadas, contactando a viejos conocidos y moviendo cielo y tierra para encontrar algún rastro de su hijo. En el pasado, habría pensado dos veces antes de tomar una decisión como esta, pero con ella no había dudas. Aitana no merecía vivir el resto de su vida con esa ausencia. Sabía que estaba jugando con algo profundo, algo que podía lastimarla más, pero también sabía que, si había una posibilidad de reunirla con su hijo, debía intentarlo.
Finalmente, después de varios días y noches en vela, recibí la llamada que había estado esperando. Mis contactos en la policía, amigos en los tribunales de menores, todos me habían ayudado a rastrear cada documento, cada movimiento legal hasta dar con el lugar donde el niño vivía ahora. Su nombre era Gabriel. Un nombre fuerte, como lo había imaginado para un hijo de Aitana. Me estremecí al pensar en lo que ella sentiría cuando volviera a verlo.
Esa noche, cuando Aitana entró a casa, mi corazón latía con fuerza. Ella me miró con esa sonrisa tranquila, sin sospechar nada. Sabía que estaba jugando con su confianza, pero algo en mi interior me decía que era el momento de dar el paso.
—Aitana —le dije, tomando sus manos mientras la miraba a los ojos—. Necesito que confíes en mí esta noche.
Sus ojos reflejaron sorpresa, y un poco de nerviosismo, pero ella asintió sin dudar.
—Siempre confío en ti, Darío. Sabes que sí.
Le devolví la sonrisa y le pedí que me acompañara. Salimos al coche y conduje en silencio hasta un parque cercano. Era de noche, pero el parque estaba iluminado por faroles y rodeado de árboles. Podía ver la confusión en sus ojos, pero sabía que no quería arruinar la sorpresa. Solo quería que ella experimentara ese momento sin que nada lo interrumpiera.
—Espera aquí —le dije suavemente, mientras salía del coche. Caminé unos pasos y observé el área de juegos donde los niños corrían y reían, y, entre ellos, lo vi a él.
Era como si el tiempo se congelara. Gabriel estaba de pie, junto a una mujer mayor, quien, según mis contactos, había sido quien lo había cuidado en todo este tiempo. Gabriel parecía tímido, observando a los demás niños jugar, como si aún estuviera aprendiendo a integrarse en ese mundo. Tenía el cabello oscuro y los ojos enormes y curiosos, tan parecidos a los de Aitana que sentí un nudo en la garganta. Sabía que estaba a punto de entregarle algo que no podía devolver, algo que cambiaría su vida para siempre.
Respiré hondo y regresé al coche, abriendo la puerta y tendiéndole la mano a Aitana.
—Ven conmigo.
Aitana bajó del coche y, al notar la seriedad en mi expresión, su rostro cambió. Su mano en la mía temblaba, pero no se detuvo. Caminamos juntos hacia el área de juegos, y su respiración se aceleró cuando lo vio. Pude sentir cómo se detenía a mitad de camino, como si de repente comprendiera lo que estaba sucediendo, como si su corazón estuviera a punto de explotar.
—Darío… —su voz apenas era un susurro. Se giró hacia mí con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Es él?
Asentí, sin decir una palabra, permitiendo que ella absorbiera el momento. No quería presionarla. Quería que fuera ella quien diera el siguiente paso, quien decidiera qué hacer.
Aitana soltó mi mano y avanzó hacia Gabriel, como si temiera que en cualquier momento él pudiera desaparecer, que todo fuera un sueño del que despertaría de golpe. Sus ojos estaban fijos en él, en cada pequeño detalle que parecía absorber con una intensidad dolorosa.
—Gabriel… —dijo, su voz temblando mientras se arrodillaba a su altura.
El niño la miró, al principio con una mezcla de sorpresa y timidez, como si no supiera qué hacer o decir. Pero algo en los ojos de Aitana pareció captar su atención. Era como si reconociera, a pesar de los años, a esa mujer frente a él. La mujer que no había estado, pero que ahora estaba ahí, con una mirada de amor y dolor tan profunda que incluso un niño de su edad podía percibir.
—Hola, Gabriel… soy… soy Aitana —dijo, su voz apenas audible, llena de emoción contenida.
Gabriel la observó con curiosidad, y tras un momento de duda, la mujer que estaba con él, su cuidadora, le hizo una señal de que se acercara a Aitana. Gabriel caminó despacio hacia ella, aún con una expresión de duda, pero a la vez de inocente aceptación. Y cuando llegó lo suficientemente cerca, Aitana no pudo contenerse más y lo abrazó, con una delicadeza que me hizo comprender cuánto había estado esperando este momento.
El niño no se apartó. Al contrario, respondió al abrazo con timidez, pero sin miedo. Como si en el fondo, aunque no recordara, una parte de él también hubiera estado esperando este instante. Y allí, en ese abrazo, vi cómo Aitana cerraba sus ojos, susurrando palabras de amor, pidiéndole perdón, palabras que solo él podía escuchar.
Observé en silencio, dejando que vivieran ese momento, y algo en mi interior me decía que había hecho lo correcto. Había arriesgado todo, sí, pero había logrado darle a Aitana lo que tanto necesitaba: una segunda oportunidad, la oportunidad de ser la madre que siempre quiso ser.
No era un simple regalo, no era un favor. Era algo que ella se merecía desde el primer momento, desde que tuvo el coraje de sobrevivir, de enfrentar su vida para darle un mejor futuro a su hijo. Y, en ese instante, vi en sus ojos el brillo de alguien que, después de tanta oscuridad, finalmente había encontrado la luz.