Aitana jamás imaginó que fingir ser la esposa de su jefe, el misterioso y solitario Darío Valmont, la llevaría a un mundo lleno de secretos. Entre miradas prohibidas y una pequeña niña que despierta su instinto maternal, Aitana descubre que este con...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
La vida tenía una forma extraña de hacerme sentir en paz justo antes de lanzarme una tormenta. Mis dedos aún temblaban cada vez que recordaba lo que Darío me había propuesto la noche anterior, cada palabra, cada mirada. Su confesión me había dejado sin aliento. Me había imaginado este momento en mis sueños, había fantaseado con la idea de ser la persona que realmente ocupara ese lugar en su vida y en la vida de Luna. Pero ahora que era real, me sentía como si estuviera al borde de un precipicio.
Me miré en el espejo, tratando de reconocerme, de entender quién era ahora que Darío y yo habíamos decidido dejar de lado el trato y construir algo verdadero. Pero la verdad… la verdad siempre se escondía detrás de mis ojos, en esa parte de mí que aún no le había confesado.
No pude resistir más. Sabía que necesitaba decirle lo que había estado callando, lo que me había guardado desde el día que comenzamos esta relación. Respiré hondo y, antes de perder el valor, caminé hacia la sala donde Darío jugaba con Luna. La escena era perfecta: él, en el suelo, con una sonrisa genuina mientras Luna reía a carcajadas. Todo era tan sencillo, tan puro… y yo iba a arruinarlo.
Me aclaré la garganta. Darío levantó la vista, todavía sonriendo, y mis nervios se intensificaron.
—¿Podemos hablar un momento? —le dije, mi voz sonando más tensa de lo que quería.
Darío captó la seriedad en mis ojos al instante. Le dio un beso en la frente a Luna y le pidió que fuera a buscar sus colores para dibujar en su habitación. Luna obedeció sin cuestionar nada, contenta, y desapareció por el pasillo. Entonces, Darío se levantó y se acercó a mí, con el rostro un poco confundido.
—Aitana, ¿qué ocurre? —preguntó, esa preocupación en sus ojos, como si ya supiera que venía algo importante.
Intenté hablar, pero las palabras se me atoraban en la garganta. ¿Y si esto lo cambiaba todo? Pero él tenía derecho a saber, tenía derecho a entender a la persona con la que había decidido construir una vida.
—Darío… Hay algo de lo que nunca hemos hablado. Algo de mi pasado que... no he compartido contigo —le dije, sintiendo cómo mi corazón latía más rápido. Él no apartó los ojos de los míos, pero su expresión se endureció, como si ya empezara a anticipar lo que estaba por venir.
—Aitana, no importa lo que haya sido. Todos tenemos un pasado —me dijo con calma, aunque el tono de su voz dejaba claro que necesitaba que continuara.
—Darío… no es algo cualquiera —tragué saliva y cerré los ojos un segundo, buscando el valor para decirlo de una vez—. Antes de conocerte, antes de trabajar en tu empresa… estuve casada.
Sus ojos se abrieron un poco, y en su rostro apareció una sombra de sorpresa. Pero no dijo nada. Esperaba. Así que continué, intentando decirlo todo de una sola vez, como quien se lanza al vacío.
—Fue una relación difícil. Al principio parecía amor, pero todo cambió rápido. Empezó a controlarme, a apartarme de las personas que amaba, a hacerme sentir menos, hasta el punto en que… creí que nunca podría salir de eso. Pero lo dejé, o al menos lo intenté. Él no me dejó marcharme tan fácilmente. Me persiguió durante meses hasta que finalmente conseguí escapar. Cambié de ciudad, cambié todo. Por eso vine aquí, Darío. Porque era mi única forma de empezar de nuevo.
La expresión de Darío pasó de sorpresa a algo más oscuro. Comprendía ahora por qué a veces era reservada, por qué había momentos en los que me cerraba en mí misma, incapaz de dejarlo entrar del todo. Pero aún no había terminado. La parte más difícil seguía ahí, en mis labios, ardiendo.
—Aitana… no sabía nada de esto —murmuró, sin apartar la mirada de mí, pero sus ojos reflejaban una mezcla de emociones que no lograba descifrar.
Respiré hondo, sabiendo que ahora venía la parte más dura.
—Hay algo más. No fue solo la relación la que dejé atrás, Darío. También dejé atrás a alguien… Mi hijo. Tenía apenas tres años. No pude llevármelo conmigo —dije, sintiendo cómo las lágrimas caían sin que pudiera evitarlo—. No pude. No tenía los medios, ni la forma de asegurarle una vida mejor. Me dijeron que si intentaba quedármelo, él me encontraría y todo podría empeorar. Así que lo dejé, Darío. Deje a mi hijo.
Mis palabras cayeron como un golpe en la habitación. Sentí como si el mundo entero se hubiera detenido. No me atrevía a mirar a Darío, pero después de unos segundos de un silencio tan denso que dolía, él se acercó y tomó mis manos entre las suyas, con una delicadeza que no esperaba.
—Aitana… —dijo, su voz suave, como si estuviera tratando de calmarme. Sus dedos acariciaron los míos, y por un momento, sentí que no estaba tan sola en esto—. Siento tanto lo que tuviste que pasar. Pero mírame —me pidió, levantándome el rostro con cuidado—. Esto no cambia lo que siento por ti. No cambia nada.
Lo miré, incrédula, mientras trataba de procesar sus palabras. ¿Cómo podía mirarme con esa comprensión, con esa empatía, después de lo que acababa de decirle? Sentí el peso de todo lo que había pasado, de todo lo que había dejado atrás, y por primera vez me permití sentir la tristeza que había guardado en mi interior.
—Aitana, ahora entiendo muchas cosas. Entiendo por qué a veces te costaba abrirte, por qué había partes de ti que siempre parecían estar a la defensiva. Y quiero que sepas algo —sus manos seguían sosteniendo las mías, transmitiéndome una calidez que me llenó de fuerzas—. Ahora que sé lo que has pasado, no puedo más que admirarte. Porque, a pesar de todo, elegiste ser libre. Elegiste empezar de nuevo.
Lo miré a los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, me sentí libre de la culpa, libre de la carga que había arrastrado en silencio. Y aunque el dolor de la pérdida seguía ahí, sentí que, con él a mi lado, podía encontrar el valor para enfrentarla.
—Gracias, Darío —murmuré, con la voz rota, pero llena de gratitud—. Gracias por no juzgarme. Por quedarte aquí, aun cuando no tenía esperanza de que lo hicieras.
Él me abrazó, fuerte, como si supiera que necesitaba ese abrazo más que nunca. Y mientras me refugiaba en sus brazos, entendí que este amor no era solo un trato, ni una casualidad. Era la única verdad que había encontrado en medio de tantas mentiras y decisiones difíciles.
Había llegado a este punto llena de miedos y heridas, pero, en sus brazos, sentí que, tal vez, el futuro ya no tenía por qué ser tan oscuro.