NUESTRO SECRETO

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MAEGOR

En el instante en que la vi tirada en el suelo, el mundo pareció detenerse. Sentí cómo mi corazón se paralizaba, y el peso en mi pecho tiraba de mí hacia un abismo. El aire se volvió denso y sofocante mientras corría hacia ella, cada paso una mezcla de terror y desesperación. Su cuerpo temblaba, aferrándose a la vida, sus manos ensangrentadas y su rostro pálido reflejaban el dolor que la invadía. Me arrodillé a su lado, mi mente atrapada en un solo pensamiento: ¿llegué demasiado tarde?

Con un cuidado casi desesperado, la cargué en mis brazos, sintiendo cómo se aferraba a mí, su rostro escondido en mi cuello, su respiración temblorosa chocando contra mi piel. La apreté con fuerza contra mi pecho, asegurándole en silencio que la protegería, que no permitiría que nada ni nadie volviera a lastimarla.

Sin voltear atrás, sin un segundo de duda, crucé la habitación, dejando a Ceryse tirada en el suelo y cualquier posible consecuencia. Mi única preocupación, mi única razón en ese momento, era la mujer en mis brazos, y la promesa que, sin palabras, le hacía al sostenerla.

Mientras caminaba por los pasillos, podía sentir el temblor en su cuerpo, el residuo de aquel terrible encuentro que la había llevado al límite. Sus dedos se aferraban a mi camisa, sus ojos cerrados, probablemente luchando por borrar el dolor y la rabia que había vivido en ese instante. Aceleré el paso, buscando la privacidad de mis propios aposentos donde pudiera atenderla lejos de las miradas inquisitivas y de los murmullos que seguramente ya corrían por el castillo.

Al llegar, cerré la puerta tras nosotros y la llevé hasta la cama, recostándola con cuidado. Ella abrió los ojos, el miedo aún latente en su mirada, pero también había una chispa de algo más, de una confianza temblorosa que parecía aferrarse a mí como a un ancla. Me senté a su lado y tomé su mano, manchada de sangre, con la mía.

—Estoy aquí, mi amor. Nadie volverá a tocarte —susurré, sintiendo cómo la furia hervía dentro de mí, prometiendo venganza por cada herida, cada miedo que la había atormentado en ese encuentro.

Me levanté de la cama, cada paso firme mientras me dirigía hacia la puerta, donde uno de los guardias esperaba con la cabeza inclinada, incómodo por haber sido testigo de la escena. Sin miramientos, me planté frente a él, mi voz tan fría y afilada como la daga que acababa de empuñar.

—Lleva a Ceryse a su habitación —le ordené, manteniendo el tono bajo pero implacable—. Que limpien los aposentos de Viserra, y que quemen todo lo que esté manchado de sangre. No quiero ni el rastro de esta noche en esos muros. Y tráeme la daga.

El guardia asintió rápidamente, pero al ver mi mirada detenida en él, titubeó un momento, como si mis palabras aún rebotaran en su mente, cargadas de una amenaza que entendía demasiado bien. Sabía que la más mínima indiscreción tendría un precio.

—Que nadie hablé sobre esto —añadí, con una frialdad calculada—. Si alguno osa abrir la boca, le haré tragarse la lengua. Ahora, largo.

El guardia tragó saliva y se marchó a paso rápido, con la expresión de alguien que había entendido perfectamente que, esta noche, el silencio era su única opción.

Entré a la habitación y cerré la puerta tras de mí, dejando fuera el caos que había quedado en los pasillos. Me acerqué a Viserra con cuidado, sintiendo la tensión en el aire, cada paso cargado de precaución. Ella estaba sentada en el borde de la cama, envuelta en un silencio vacío, sus ojos perdidos en un punto que yo no alcanzaba a ver. Su cuerpo estaba aquí, pero su mente... su mente vagaba en algún rincón sombrío donde aún sentía el filo de la daga en sus manos y el peso del miedo en su pecho.

—Vamos a quitarte el camisón, está manchado de sangre —murmuré, sentándome a su lado. Mis palabras parecían perderse en el aire, como si estuviera hablando a través de un velo. Ella no respondió, solo asintió lentamente, como un reflejo automático. Tomé el borde de la tela con cuidado, intentando no romper el frágil silencio que nos rodeaba, y empecé a ayudarla a deslizar el camisón de sus hombros. Su piel, pálida bajo las manchas de sangre, parecía tan frágil como el cristal.

OUR LOVE ── 𝐦𝐚𝐞𝐠𝐨𝐫 𝐭𝐚𝐫𝐠𝐚𝐫𝐲𝐞𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora