HIJOS DE DRAGONES

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VISERRA

El eco de mis pasos resonaba a lo largo del pasillo mientras avanzaba hacia el gran salón. Podía sentir las miradas de los sirvientes clavándose en mí, como si nunca hubieran visto a una Targaryen caminar con la frente en alto, vestida de luto y joyas como una reina sin corona. Mi vestido de terciopelo negro se ceñía a mi figura, con sus bordados de oro que danzaban a la luz de las antorchas, y el tintineo de los rubíes colgando de mi pecho acompañaba cada uno de mis movimientos. El peso de mi corona sobre mi cabello platinado me recordaba quién soy: hija de Aegon el Conquistador y de Visenya Targaryen, sangre de dragones y fuego.

Las puertas del gran salón se abrieron con un estruendo que hizo que los murmullos y la música se detuvieran de inmediato. Mi nombre resonó en el aire:

—Viserra Targaryen, hija del rey Aegon I y la reina Visenya.

El ambiente festivo que había llenado la estancia apenas un momento antes pareció desvanecerse como si mi sola presencia hubiera absorbido toda la alegría del lugar. Todos los ojos se posaron en mí, y el peso de esas miradas era tangible, como una corriente fría que recorría la sala.

Mantuve mi mirada fija al frente, sintiendo la tensión en el aire como si fuera una cuerda a punto de romperse. Caminé con la misma postura que mi madre me había enseñado: firme, segura, sin mostrar debilidad. Mis manos descansaban en mi regazo, envueltas en anillos de oro y piedras preciosas, una imagen calculada de poder y control. No necesitaba palabras para hacerme notar; sabía que mi mera presencia bastaba para incomodar a muchos en esta sala.

A cada paso, los murmullos se desvanecían aún más, y cuando finalmente llegué a la gran mesa, mi vista se detuvo en mi familia. Mi padre, Aegon, se encontraba en el centro, observándome con esa mirada impenetrable que tanto me recordaba al filo de una espada. Mi madre, Visenya, a su derecha, me miraba con un orgullo silencioso, una satisfacción apenas perceptible que solo yo podía captar. Y a la izquierda de mi padre estaba Aenys, mi hermano, quien me recibió con una mirada que oscilaba entre la incomodidad y la fascinación. Sabía que, aunque siempre se mostraba amable, Aenys nunca entendió del todo el fuego que corría por mis venas.

Tomé asiento junto a Aenys sin titubear, acomodando mi vestido con un gesto elegante mientras mantenía mis manos en la misma posición en la que habían estado desde mi entrada. Podía sentir la tensión a mi alrededor; la celebración por la boda de Maegor y Ceryse se había detenido, y aunque los músicos reanudaron su melodía, la energía en la sala no volvió a ser la misma. Era como si una sombra se hubiera posado sobre los presentes, una sombra que yo traía conmigo y que nadie podía ignorar.

Sentada allí, junto a mi hermano, me di cuenta de que todos los intentos de alegría y festejo eran en vano. Mi madre, a la distancia, me observaba con una sonrisa imperceptible, como si aprobara cada paso que había dado. Aenys, a mi lado, se removió en su asiento, incómodo con la atención que ahora recaía sobre nosotros. No necesitaba girar la cabeza para saber que los ojos seguían puestos en mí, intentando descifrar lo que pensaba, lo que sentía. Pero ellos no entendían que mi presencia en ese salón era más que un simple acto de asistencia; era un recordatorio de que el fuego de los Targaryen no se apaga, de que incluso en medio de una boda, mi sombra siempre estaría allí, proyectándose sobre todo lo que se celebrara.

No bajé la mirada ni una sola vez. Mi lugar estaba aquí, junto a mi familia, en la gran mesa, entre el poder y la sangre, donde siempre había pertenecido. Y aunque el salón volvió a llenarse de voces y risas forzadas, sabía que nada sería igual. La celebración podía continuar, pero yo había reclamado mi espacio, y eso, lo supieran o no, era lo que realmente importaba.

Porque eso soy, el centro de atención. Desde el primer aliento que tomé, el pueblo celebró mi nacimiento como si un nuevo dragón hubiera llegado al mundo, y no estaban equivocados. Mis primeros llantos resonaron como un presagio de grandeza, un recordatorio constante de que la sangre de mi madre corre por mis venas. Los sirvientes inclinan sus cabezas en mi presencia, no por obligación, sino por devoción, sabiendo que cada paso que doy, cada mirada que lanzo es la promesa de una Targaryen que jamás será olvidada.

OUR LOVE ── 𝐦𝐚𝐞𝐠𝐨𝐫 𝐭𝐚𝐫𝐠𝐚𝐫𝐲𝐞𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora