PRÓLOGO
El primer chico del que me enamoré acostumbraba a contarme historias de reyes y princesas, de guerra y paz, y de que esperaba convertirse algún día en un caballero de brillante armadura. Viví de lejos sus aventuras nocturnas, observando cómo movía las manos de forma animada mientras me las relataba, y yo adoraba la forma en la que le centelleaban los ojos verdes cuando me reía de sus chistes.
Me enseñó lo que se siente cuando te acarician y te besan con intensidad. Más tarde, me mostró el dolor que te invade cuando se pierde a alguien que ha formado parte de tu vida. Lo único que se le olvidó fue decirme cómo enfrentarme a la forma en que se me encogía lo que me quedaba en el pecho después de que me rompiera el corazón. Siempre me he preguntado si se había saltado esa lección. Ahora en cambio no tengo claro si quizá fue él mismo quien se olvidó de aprenderla o si nunca llegó a sentir nada por mí.
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Dicen que la mejor manera de seguir adelante es pasar página. Como si pasar página fuera fácil. Como si tratar de atenuar o de borrar tres años de recuerdos, tanto buenos como malos, fuera algo que se pudiera hacer en un día. Yo sé que no es así porque dentro de un par de semanas hará un año, y el recuerdo es tan potente como si él todavía estuviera aquí. Sus chanclas de los Giants de San Francisco todavía están junto al lavabo, donde las dejó. Su olor permanece en algunas de sus camisetas, esas que todavía no me he puesto para dormir. Su presencia es muy poderosa incluso en su ausencia. Pero mientras recorro la casa asegurándome de que he retirado todo de mi vista, sé que, para mí, este es un gran paso adelante en el proceso de pasar página.
Me encuentro en la cocina, escribiendo en la superficie de la última caja lo que contiene en su interior, cuando escucho el tintineo de unas llaves seguido del repiqueteo de unos tacones en el suelo de madera. Otro sonido que echaré mucho de menos, seguramente, cuando deje este lugar.
—¡¿_____?! —grita ella con su melódica y suave voz.
—¡Estoy en la cocina! —Me limpio las manos en los vaqueros y me acerco a ella.
—Hola. Ya veo que anoche te ocupaste de casi todo —dice con una triste sonrisa y los ojos brillantes mientras observa el espacio casi vacío. Tiene el mismo pelo rizado y salvaje que su hijo, así como unos similares ojos color caramelo. Cada vez que la veo, me vuelve a doler el corazón.
Me encojo de hombros y me muerdo el interior de la mejilla para no llorar. Haría cualquier cosa para no derramar más lágrimas por esto, en especial porque he conseguido reprimirme durante mucho tiempo. Cuando Felicia me abraza, suelto un lento suspiro y trato de no dejarme llevar por mis emociones. Siempre intento ser fuerte delante de Phillip y de ella. Wyatt era su único hijo y, por duro que resulte para mí haberlo perdido, el vacío que deben de sentir ellos ha de ser todavía más intenso. Por lo general no lloramos cuando nos vemos, ni siquiera cuando viene aquí, pero vender esta propiedad es mucho más que despedirme de una casa. Es decir adiós a las mañanas de Navidad y a las cenas de Acción de Gracias. Es decir en voz alta: «Wyatt, te queremos, pero la vida sigue». Y es así, y esa es una de las razones por las que me siento culpable. La vida continúa, pero ¿por qué tiene que ser sin él?
—Todo irá bien —le aseguro, secándome las mejillas mojadas mientras me alejo de ella.
—Lo sé. Lo sé. Y también sé que Wyatt no querría que nos derrumbáramos por una casa.
—No, sin duda pensaría que somos idiotas por sentirnos de luto por un edificio —convengo con una leve sonrisa. Si fuera por él, la gente viviría en tiendas de campaña y se bañaría bajo el agua de la lluvia.
—Sí. Wyatt habría dado de baja el contrato de electricidad hace dos meses, ya que, total, tú has estado comiendo fuera —agrega.
Negamos con la cabeza, pero aparecen nuevas lágrimas cuando se apagan las risas y el silencio nos envuelve.