Una historia basada en Romeo y Julieta. En el crepúsculo del siglo XIX, el año 1892, la historia de Paul Ackerman y Madeleyne Stone se despliega como un tapiz tejido con hilos de destino y tragedia. Paul, el enigmático líder de la mafia más temida d...
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Heinrich Ackerman.
Berlín era un monstruo de piedra y humo, con luces de gas titilando en sus calles adoquinadas y carruajes que llevaban a hombres poderosos a lugares donde el lujo y la decadencia se encontraban. Esa noche, yo era uno de esos hombres.
El salón al que había llegado era un lugar exclusivo, un refugio para aquellos que podían permitirse el lujo de ignorar la moral. Era un antro oculto entre callejones, con puertas pesadas de roble y guardias uniformados que no dejaban pasar a cualquiera. El interior era un paraíso de excesos: candelabros iluminaban las paredes doradas, y el aroma de perfume caro se mezclaba con el humo de cigarrillos.
Mujeres hermosas con corsés ajustados y faldas sensuales paseaban entre mesas cargadas de botellas de champán y coñac. Una banda tocaba música suave, el piano marcando un ritmo casi hipnótico. Me senté en una mesa privada, apartado, donde solo aquellos que invitaba podían acercarse. No tardé en estar rodeado.
El peso del día y de mi nombre ardía en mi pecho como una herida abierta. Tomé un sorbo de coñac y observé a las mujeres que se habían acercado. Una de ellas, rubia con labios pintados de rojo, se sentó en mi regazo sin pedir permiso. Otra, morena con ojos oscuros como el carbón, se colocó detrás de mí, sus manos jugando con mi cabello. Había más, no recordaba cuántas.
—Señor Ackerman, —murmuró una al oído, su voz cargada de coquetería—, es un hombre generoso.
Sonreí con frialdad y lancé un puñado de marcos sobre la mesa. La plata tintineó y desapareció en manos rápidas. Sabía lo que querían, y no me importaba. Esto era distracción, nada más.
“Paul nunca estaría aquí.” Pensé mientras otra mujer deslizaba su mano por mi pecho, sus ojos brillando como un gato que encuentra a su presa. “Él no se rebaja. Él no necesita esto.”
Apreté los dientes y tomé otro trago largo. Yo era más alto, más fuerte, más imponente que mi hermano mayor, pero siempre me trataban como si estuviera por debajo de él. Incluso estas mujeres, con todas sus sonrisas y caricias, no veían a Heinrich Ackerman; solo veían el dinero y el apellido que cargaba.
Una de ellas se inclinó y me besó el cuello, y por un momento dejé que la sensación me distrajera. Pero no por mucho tiempo. Mi mente volvía siempre al mismo lugar.
“Soy un Ackerman también. ¿Por qué nadie lo entiende? ¿Por qué siempre Paul?” Mis pensamientos eran un veneno que el coñac no lograba neutralizar.
A medida que la noche avanzaba, me dejé arrastrar. Risas, copas llenas, corsés desabrochados, caricias y besos robados. Los sonidos se mezclaban con la música, una cacofonía que no lograba ahogar la tormenta dentro de mí. Estaba gastando dinero para salir de mi realidad, pero incluso eso no me daba satisfacción.
“Pronto todo será diferente.” Me prometí por enésima vez, sintiendo la falsedad en mis propias palabras. “Haré algo grande, algo que haga que todos me respeten. Algo que haga que Paul me mire a los ojos como un igual.”