Capítulo 17: El Peso del Deber.

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Roger Clarke

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Roger Clarke.

El aire de Londres siempre tenía ese peso, una mezcla de carbón quemado y humedad que se adhería a la piel como una capa de hollín invisible. Caminaba por las calles empedradas, donde el bullicio de los carruajes y los gritos de los comerciantes competían con el silbido de las fábricas cercanas. El corazón de la ciudad brillaba con opulencia: vitrinas llenas de porcelanas finas, caballeros encorbatados y damas con sombreros adornados que parecían obras de arte ambulantes. Pero yo no encajaba en ese mundo.

En cada paso, sentía las miradas. Algunas eran de desprecio: señoras que apretaban sus carteras al pasar a mi lado, hombres que bajaban la voz como si mi sola presencia les ofendiera. Otras, sin embargo, eran diferentes. Un hombre de aspecto recio, con un abrigo raído, asintió discretamente. "El hombre de Madeleyne Stone", podía ver la reverencia en sus ojos. No necesitaba decirlo en voz alta. Para ellos, yo era más que mi color; era fuerza, era respeto.

Mientras caminaba, mis pensamientos se llenaron de ironía. Aquí estaba yo, Roger, un hombre que muchos temían y algunos respetaban, pero que seguía siendo, para demasiados, simplemente "un negro." Mi trabajo para Madeleyne Stone me había otorgado una vida que pocos de mi origen podían siquiera soñar. Mi esposa y mis hijos vivían cómodos, con comida en la mesa cada noche y un techo seguro sobre sus cabezas. Pero incluso con todo eso, el peso del desprecio no desaparecía.

"Es curioso", pensé, "que pueda inspirar miedo en hombres que me doblan en riqueza, pero no pueda ganarme ni una pizca de su humanidad."

Pasé junto a un grupo de niños jugando en la esquina de una calle estrecha. Sus risas eran como una bocanada de aire fresco en medio del hedor de las fábricas. Uno de ellos, un niño con cabello rizado y una sonrisa amplia, me miró con ojos curiosos. Su madre lo apartó rápidamente, lanzándome una mirada cargada de advertencia. No dije nada, pero esa punzada en el pecho se sintió como un puñal.

Los barrios más pobres se extendían como una herida abierta a medida que avanzaba. Aquí era diferente. Aquí, mi presencia no era vista con miedo o desprecio, sino con una mezcla de admiración y respeto. Hombres me saludaban con la cabeza, y las mujeres me ofrecían sonrisas tímidas. Todos sabían quién era Roger, y todos sabían quién era Madeleyne.

—Buenas, señor Roger,— me saludó un viejo con un sombrero desgastado.

—Buenas,— respondí con un tono firme, pero cortés.

Era un hombre entre dos mundos: temido en uno, despreciado en otro. Ambos me pesaban, pero aprendí a caminar con ese peso. Londres nunca te dejaba olvidar quién eras, pero yo tampoco dejaba que Londres olvidara quién era yo.

En cada paso, me recordaba por qué hacía esto. Por mi familia. Por Madeleyne. Por mí.

Al doblar una esquina, el ruido de las fábricas se apagó un poco, pero la ironía persistía. En esta ciudad llena de poder, yo era un símbolo de fuerza en los círculos de la mafia, pero en el resto, apenas era visible.

BAD LIFE (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora