Sabelotodo vivía en cierto lugar bastante difícil de describir, porque a primera vista podía ser una desordenada tienda de objetos extraños, un museo de extravagancias, un depósito de máquinas inservibles, la biblioteca más caótica del mundo o el laboratorio de algún sabio inventor de artefactos imposibles de nombrar. Pero no era nada de eso o, mejor dicho, era mucho más que todo eso. El lugar se llamaba HARRY - BAZAR DEL PUERTO, y su dueño, Harry, era un viejo lobo de mar que durante cincuenta años de navegación por los siete mares se dedicó a coleccionar toda clase de objetos en los cientos de puertos que había conocido. Cuando la vejez se instaló en sus huesos, Harry decidió cambiar la vida de navegante por la de marinero en tierra, y abrió el bazar con todos los objetos reunidos. Alquiló una casa de tres plantas en una calle del puerto, pero enseguida se le quedó pequeña para exponer sus insólitas colecciones. Alquiló entonces la casa de al lado, de dos plantas, y tampoco fue suficiente. Finalmente, tras alquilar una tercera casa, consiguió colocar todos sus objetos, dispuestos eso sí según un particularísimo sentido del orden.
En las tres casas, unidas por pasadizos y estrechas escaleras, había cerca de un millón de objetos, entre los que cabe destacar: 7200 sombreros de alas flexibles para que no se los llevara el viento; 160 ruedas de timón de barcos mareados a fuerzas de dar vueltas al mundo; 245 fanales de embarcaciones que desafiaron las más espesas nieblas; 12 telégrafos de mandos aporreados por las manos de iracundos capitanes; 256 brújulas que jamás perdieron el norte; 6 elefantes de madera de tamaño natural; 2 jirafas disecadas en actitud de contemplar la sabana; 1 oso polar disecado en cuyo vientre yacía la mano derecha, también disecada, de un explorador noruego; 700 ventiladores cuyas aspas al girar recordaban las frescas brisas de los atardeceres en el Trópico; 1200 hamacas de yute que garantizaban los mejores sueños; 1300 marionetas de Sumatra que sólo habían interpretado historias de amor; 123 proyectores de diapositivas que mostraban paisajes en los que siempre se podía ser feliz; 54.000 novelas en cuarenta y siete idiomas; 2 reproducciones de la Torre Eiffel, construida la primera con medio millón de alfileres de sastre, y con trescientos mil mondadientes la segunda; 3 cañones de barcos corsarios ingleses; 17 anclas encontradas en el fondo del mar del Norte; 2000 cuadros de puestas de sol; 17 máquinas de escribir que habían pertenecido a famosos escritores; 128 calzoncillos largos de franela para hombres de más de dos metros de estatura; 7 fracs para enanos; 500 pipas de espuma de mar; 1 astrolabio obstinado en señalar la Cruz del Sur; 7 caracolas gigantes de las que provenían lejanas resonancias de míticos naufragios; 12 kilómetros de seda roja; 2 escotillas de submarinos; y muchas otras cosas que sería largo nombrar.
Para visitar el bazar había que pagar una entrada y, una vez dentro, se precisaba de un gran sentido de la orientación para no perderse en su laberinto de cuartos sin ventanas, largos pasillos y escaleras angostas. Harry tenía dos mascotas: Matías, un chimpancé que ejercía de boletero y vigilante de seguridad, jugaba a las damas con el viejo marino —por cierto muy mal—, bebía cerveza y siempre intentaba dar cambio de menos. La otra mascota era Sabelotodo, un gato gris, pequeño y flaco, que dedicaba la mayor parte del tiempo al estudio de los miles de libros que allí había. Colonello, Secretario y Zorbas entraron en el bazar con los rabos muy levantados. Lamentaron no ver a Harry detrás de la boletería, porque el viejo siempre tenía palabras cariñosas y alguna salchicha para ellos. —¡Un momento, sacos de pulgas! Olvidan pagar la entrada — chilló Matías. —¿Desde cuándo pagan los gatos? —protestó Secretario. —El aviso de la puerta pone: «Entrada: dos marcos». En ninguna parte está escrito que los gatos entren gratis. Ocho marcos o se largan —chilló enérgico el chimpancé. —Señor mono, me temo que las matemáticas no son su fuerte — maulló Secretario. —Es exactamente lo que iba yo a decir. Una vez más me quita usted los maullidos de la boca —se quejó Colonello. —¡Bla, bla, bla! O pagan o se largan —amenazó Matías.
Zorbas saltó al otro lado de la boletería y miró fijamente a los ojos del chimpancé. Sostuvo la mirada hasta que Matías parpadeó y empezó a lagrimear. —Bueno, en realidad son seis marcos. Un error lo comete cualquiera —chilló tímidamente. Zorbas, sin dejar de mirarlo a los ojos, sacó una garra de su pata delantera derecha. —¿Te gusta, Matías? Pues tengo nueve más. ¿Te las imaginas clavadas en ese culo rojo que siempre llevas al aire? —maulló tranquilamente. —Por esta vez haré la vista gorda. Pueden pasar —aceptó simulando calma el chimpancé. Los tres gatos, con los rabos orgullosamente levantados, desaparecieron en el laberinto de pasillos.
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HISTORIA DE UNA GAVIOTA Y DEL GATO QUE LE ENSEÑÓ A VOLAR
DiversosEste es la historia de Zorbas, un gato grande, negro y gordo, que le hace una promesa a Kengah, una gaviota moribunda. La promesa es: que no se comerá a su huevo, que lo cuidará hasta que nazca el pollito y que le enseñará a volar.