Capítulo 46: Traición.

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-Reino Santo de Romanov-

-Ciudad de Mileno-

La brisa marina penetraba en la urbe portuaria con un agradable olor a sal y marisco. Aquel era el toque único de los puertos de Minelo. La muchedumbre inundaba el lugar en su ajetreado paso. Los barcos de los reinos del continente anclados en los muelles, adornaban el paisaje con sus velas las cuales lucían orgullosas sus coloridos matices. El vocerío intenso de marineros y comerciantes y los graznidos y bufidos de los animales acompasaban la atmosfera. En medio de aquella ajetreada jornada, el pontífice Sulivan puso un pie en el muelle y dio gracias a los divinos por encontrarse una vez más en tierra. Cada vez que llegaba a aquellos puertos, no desaprovechaba la oportunidad de sentir la fragancia única de la tierra de los dioses. Respiraba la paz y la calma que siempre añoraba cuando estaba lejos de aquel lugar y deseaba que aquella tranquilidad fuera perpetua, no solo en el reino santo, sino en todo el continente.

-Su santidad, bienvenido a la capital. –Le saludó el capitán de la guardia Pontifica de la Catedral. –Espero que el viaje no haya sido pesado.

-De qué hablas. –Afirmó el pontífice riendo grácilmente. –Estaré viejo, pero todavía los divinos mantienen fuerte mi espíritu, no lo olvides.

El capitán de la guardia sonrió y le señaló el camino hacia el carruaje que le esperaba a unos pasos. Los guardias de ébano formaron filas a ambos lados de la ruta que iba desde el barco hasta el carruaje.

–El cardenal le espera impaciente.

Los ojos del pontífice se ubicaron en el carruaje y lo observó brevemente con expresión preocupada, pero luego volvieron a su habitual expresión grácil.

-Imagino sus preocupaciones. –Comentó el pontífice en un suspiro. –Mi pobre hijo nunca ha sabido depositar sus cargas en la gracia y fortaleza de los divinos... andando pues.

El sumo pontífice y su séquito avanzaron hacia los carruajes que habrían de conducirlos al corazón de la capital. Siendo apoyado por el capitán de la guardia el pontífice subió en silencio a su carruaje. Acomodándose en su sitio, alzó la vista y se encontró con la mirada afilada del cardenal y sonrió entrecerrando los ojos.

-Rudolf. –Saludó con voz suave.

-Padre...-Respondió el cardenal con voz seca. –Te tardaste tres semanas, espero que hayas descansado durante el viaje, tienes varios temas pendientes que atender, sobre todo uno de gran importancia...

El pontífice interrumpió al cardenal alzando la mano y su expresión se volvió seria.

-Sé muy bien que asuntos he de atender hijo mío.

El carruaje se puso en marcha y ambos se tambalearon suavemente con el arranque.

-Ya fui informado acerca del asunto de la revelación divina y también supe que los ancianos estaban traduciendo las palabras.

-Cierto, de hecho no se me ha permitido saber lo que tradujeron. –Reclamó el cardenal. -A pesar de ser el cardenal y más aún de ser tu...

-Conozco los detalles Rudolf. –Le interrumpió el pontífice. -Pero he de recordarte que aunque eres mi hijo, hay límites en tu autoridad y facultad, recuerda que los dioses premian la fidelidad, pero castigan la arrogancia.

-Como sea... –Dijo el cardenal desviando la vista hacia el exterior del carruaje.

El pontífice miró con compasión a su hijo y dejando escapar un suspiro apenas perceptible asintió en silencio, a la vez que se decía a sí mismo:

–En qué momento te alejaste tanto de mí...

Mientras le observaba, el pontífice recordaba a aquel niño asustado que había encontrado años atrás y había adoptado como suyo.

Crónicas de Ultramar Nace un ImperioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora