La verdad, más o menos

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Imagínate el concierto más multitudinario que hayas visto jamás, un campo de fútbol lleno con un millón de fans.
Ahora imagina un campo un millón de veces más grande, lleno de gente, e imagina que se ha ido la electricidad y no hay ruido, ni luz, ni globos gigantes rebotando sobre el gentío. Algo trágico ha ocurrido tras el escenario. Multitudes susurrantes que sólo pululan en las sombras, esperando un concierto que nunca empezará.
Si puedes imaginarte eso, te harás una buena idea del aspecto que tenían los Campos de Asfódelos. La hierba negra llevaba millones de años siendo pisoteada por pies muertos. Soplaba un viento cálido y pegajoso como el hálito de un pantano. Aquí y allá crecían árboles negros; álamos.
El techo de la caverna era tan alto que bien habría podido ser un gran nubarrón, pero las estalactitas emitían leves destellos grises y tenían puntas afiladísimas. Intentaban no pensar que se les caerían encima en cualquier momento, aunque había varias de ellas desperdigadas por el suelo, incrustadas en la hierba negra tras derrumbarse.
Percy, Annabeth, Grover y Charlie intentaron confundirse entre la gente, pendientes por si volvían los demonios de seguridad. No pudieron evitar buscar rostros familiares entre los que deambulaban por allí, pero los muertos son difíciles de mirar. Sus rostros brillan. Todos parecen enfadados o confusos. Se te acercan y te hablan, pero sus voces suenan a un traqueteo, como a chillidos de murciélagos. En cuanto advierten que no puedes entenderlos, fruncen el entrecejo y se apartan.
Los muertos no dan miedo. Sólo son tristes.
Seguieron abriéndose camino, metidos en la fila de recién llegados que serpenteaba desde las puertas principales hasta un pabellón cubierto de negro con un estandarte que rezaba: "Juicios para el Elíseo y la condenación eterna. ¡Bienvenidos, muertos recientes!"
Por la parte trasera había dos filas más pequeñas.
A la izquierda, espíritus flanqueados por demonios de seguridad marchaban por un camino pedregoso hacia los Campos de Castigo, que brillaban y humeaban en la distancia, un vasto y agrietado erial con ríos de lava, campos de minas y kilómetros de alambradas de espino que separaban las distintas zonas de tortura. Incluso desde tan lejos, se veía a la gente perseguida por los perros del infierno, quemada en la hoguera, obligada a correr desnuda a través de campos de cactos o a escuchar ópera. Vislumbraron más que ver una pequeña colina, con la figura diminuta de Sísifo dejándose la piel para subir su roca hasta la cumbre. Y vieron torturas peores; cosas que nunca quisieron describir.
La fila que llegaba del lado derecho del pabellón de los juicios era mucho mejor. Esta conducía pendiente abajo hacia un pequeño valle rodeado de murallas: una zona residencial que parecía el único lugar feliz del inframundo. Más allá de la puerta de seguridad había vecindarios de casas preciosas de todas las épocas, desde villas romanas a castillos medievales o mansiones victorianas. Flores de plata y oro lucían en los jardines. La hierba ondeaba con los colores del arco iris. Oí risas y olor a barbacoa.
El Elíseo.
En medio de aquel valle había un lago azul de aguas brillantes, con tres pequeñas islas como una instalación turística en las Bahamas. Las islas Bienaventuradas, para la gente que había elegido renacer tres veces y tres veces había alcanzado el Elíseo. De inmediato Charlie supo que aquél era el lugar al que quería ir cuando muriera.
-De eso se trata -dijo Annabeth como si le leyera el pensamiento-. Ése es el lugar para los héroes.
Pero entonces advirtieron que había muy poca gente en el Elíseo, que parecía muy pequeño en comparación con los Campos de Asfódelos o incluso los Campos de Castigo. Qué poca gente hacía el bien en sus vidas. Era deprimente.
Abandonaron el pabellón del juicio y se adentraron en los Campos de Asfódelos. La oscuridad aumentó. Los colores se desvanecieron de sus ropas. La multitud de espíritus parlanchines empezó a menguar.
Tras unos kilómetros caminando, empezaron a oír un chirrido familiar en la distancia. En el horizonte se cernía un reluciente palacio de obsidiana negra. Por encima de las murallas merodeaban tres criaturas parecidas a murciélagos: las Furias.
-Supongo que es un poco tarde para dar media vuelta -comentó Grover, esperanzado.
-No va a pasarnos nada. -Percy intentaba aparentar seguridad.
-A lo mejor tendríamos que buscar en otros sitios primero -sugirió Grover-. Como el Elíseo, por ejemplo...
-Venga, pedazo de cabra. -Annabeth lo agarró del brazo.
Grover emitió un gritito. Las alas de sus zapatillas se desplegaron y lo lanzaron lejos de Annabeth. Aterrizó dándose una buena costalada.
-Grover -lo regañó Annabeth-. Basta de hacer el tonto.
-Pero si yo no...
Otro gritito. Sus zapatos revoloteaban como locos. Levitaron unos centímetros por encima del suelo y empezaron a arrastrarlo.
-Maya! -gritó, pero la palabra mágica parecía no surtir efecto-. Maya! ¡Por favor! ¡Llamen a emergencias! ¡Socorro!
Percy evitó que su brazo lo noqueara e intentó agarrarle la mano, pero llegó tarde. Empezaba a cobrar velocidad y descendía por la colina como un trineo.
Corrieron tras él.
-¡Desátate los zapatos! -vociferó Annabeth.
Era una buena idea, pero no muy factible cuando tus zapatos tiran de ti a toda velocidad.
Grover se revolvió, pero no alcanzaba los cordones.
Lo siguieron, tratando de no perderlo de vista mientras zigzagueaba entre las piernas de los espíritus, que lo miraban molestos. Grover iba a meterse como un torpedo por la puerta del palacio de Hades, pero sus zapatos viraron bruscamente a la derecha y lo arrastraron en la dirección opuesta.
La ladera se volvió más empinada. Grover aceleró. Percy, Annabeth y Charlie tuvimos que apretar el paso para no perderlo. Las paredes de la caverna se estrecharon a cada lado, habían entrado en una especie de túnel. Ya no había hierba ni árboles negros, sólo roca desnuda y la tenue luz de las estalactitas encima.
-¡Grover! -gritó Percy, y el eco resonó-. ¡Agárrate a algo!
-¿Qué? -gritó él a su vez.
Se agarraba a la gravilla, pero no había nada lo bastante firme para frenarlo.
El túnel se volvió aún más oscuro y frío. Entonces Charlie sintió ese dolor agudo en la cicatriz, no era tan fuerte como aquella vez en la cámara de la Piedra Filosofal, pero si sentía que la cabeza se le partia en dos. Estaba mareada, casi sin ver, pensó en cosas que ni siquiera había experimentado nunca: sangre derramada en un antiguo altar de piedra, el aliento repulsivo de un asesino.
Percy se quedó clavado en el sitio.
El túnel se ensanchaba hasta una amplia y oscura caverna, en cuyo centro se abría un abismo del tamaño de un cráter.
Grover patinaba directamente hacia el borde.
-¡Venga, Percy! -chilló Annabeth, tirándole de la muñeca.
-Pero eso es...
-¡Ya lo sé! -gritó-. ¡Es el lugar que describiste en tu sueño! Pero Grover va a caer dentro si no lo alcanzamos.
Tenía razón, por supuesto. La situación de Grover obligó a Charlie a seguir corriendo a pesar del dolor. Gritaba y manoteaba el suelo, pero las zapatillas aladas seguían arrastrándolo hacia el foso, y no parecía que pudiéran llegar a tiempo.
Lo que lo salvó fueron sus pezuñas.
Las zapatillas voladoras siempre le habían quedado un poco sueltas, y al final Grover le dio una patada a una roca grande y la izquierda salió disparada hacia la oscuridad del abismo. La derecha seguía tirando de él, pero Grover pudo frenarse aferrándose a la roca y utilizándola como anclaje.
Estaba a tres metros del borde del foso cuando lo alcanzaron y tiraron de él hacia arriba. La otra zapatilla salió sola, los rodeó enfadada y, a modo de protesta, les propinó un puntapié en la cabeza antes de volar hacia el abismo para unirse con su gemela.
Se derrumbaron todos, exhaustos, sobre la gravilla de obsidiana. Charlie sentía las extremidades como de plomo. Grover tenía unos buenos moratones y le sangraban las manos. Las pupilas se le habían vuelto oblongas, estilo cabra, como cada vez que estaba aterrorizado.
-No sé cómo... -jadeó-. Yo no...
-Espera -dijo Percy-. Escucha.
Charlie oyó algo: un susurro profundo en la oscuridad.
-Percy, este lugar... -dijo Annabeth al cabo de unos segundos.
-Chist. -Me puse en pie.
El sonido se volvía más audible, una voz malévola y susurrante que surgía desde abajo, mucho más abajo de donde estábamos ellos. Provenía del foso.
Grover se incorporó.
-¿Q-qué es ese ruido?
Annabeth también lo oía.
-El Tártaro. Ésta es la entrada al Tártaro.
Mil escenas pasaron por la mente de Charlie; desde la noche en la que Voldemort había desaparecido, hasta otras que no conocía. Rostros de mounstruos, imagenes de cosas horribles, y dos personas cayendo al foso.
Percy destapó Anaklusmos. La espada de bronce se extendió, emitió una débil luz en la oscuridad y la voz malvada remitió por un momento, antes de retomar su letanía. Charlie ya casi distinguía palabras, palabras muy, muy antiguas, más antiguas que el propio griego. Como si...
-Magia -dijo Percy.
Entonces, sin darse cuenta, Charlie entendió todo.
-Tenemos que salir de aquí -repuso Annabeth.
Pusieron a Grover sobre sus pezuñas y volvieron sobre sus pasos, hacia la salida del túnel.
Las piernas no les respondían lo bastante rápido. A sus espaldas, la voz sonó más fuerte y enfadada, y echaron a correr.
Y no sobró tiempo.
Un viento frío tiraba de sus espaldas, como si el foso estuviera absorbiéndolo todo. Por un momento terrorífico Percy perdió el equilibrio y los pies le resbalaron por la gravilla. Si hubiésen estado más cerca del borde, los habría tragado.
Seguieron avanzando con gran esfuerzo, y por fin llegaron al final del túnel, donde la caverna volvía a ensancharse en los Campos de Asfódelos. El viento cesó. Un aullido iracundo retumbó desde el fondo del túnel. Alguien no estaba muy contento de que hubiésen escapado. La cicatriz dejó de doler.
-¿Qué era eso? -musitó Grover, cuando se derrumbaron en la relativa seguridad de una alameda-. ¿Una de las mascotas de Hades?
-Sigamos. -Percy miró a Grover-. ¿Puedes caminar?
Tragó saliva.
-Sí, sí, claro -suspiró-. Bah, nunca me gustaron esas zapatillas.
-Annabeth, -la llamó Charlie cuando logró ponerse en pie, pero medio segundo después perdió el equilibrio.
Annabeth se acercó a ella.
-¿Qué tienes? -la estudió con sus ojos tormentosos.
-Mi cicatriz... -Annabeth pareció comprender de inmediato, pero no dijo nada.
-Percy, -lo llamó- ven, ayudame a llevar a Charlie. Cuanto más nos acerquemos al palacio de Hades, mejor se sentirá.
-¿Qué? -preguntó Percy- ¿Quién puede sentirse mejor en el palacio de Hades?
-Callate y ayudame, sesos de alga.
Ayudaron a Charlie a ponerse en pie y cada uno tomó uno de sus brazos.

La Protectora del Olimpo IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora