La cena se desvanece en humo

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PARTE EDITADA ✔

Charlie llegó a la galería del porche que rodeaba la Casa Grande.

Al final del porche había dos hombres sentados a una mesa jugando a las cartas. El hombre que estaba de cara a Charlie era pequeño pero gordo. De nariz enrojecida y ojos acuosos, su pelo rizado era negro azabache. Vestía una camisa hawaiana con estampado atigrado. Charlie entrecerró los ojos. Lo conocía. Pero, ¿dónde lo había visto?

El otro hombre iba en silla de ruedas y Charlie luego reconoció la chaqueta de tweed, el pelo castaño y ralo, la barba espesa...

—¿Quirón? —preguntó.

El hombre se volvió y sonrió.

—Ah, Charlie, qué bien —dijo.

Le ofreció una silla a la derecha del otro hombre, que la miró con los ojos inyectados en sangre y soltó un resoplido.

—Bueno, supongo que tendré que decirlo: bienvenida al Campamento Mestizo. Ya está. Ahora no esperes que me alegre de verte.

—Vaya, gracias. ¿Por qué estás en silla de ruedas, Quirón?

—Prefiero permanecer con mi forma humana, en esta silla de ruedas, al menos durante los primeros encuentros.

—Ah.. ¿Y usted? —le preguntó al otro hombre—. ¿Cómo se llama?

—Es el señor D, el director del campamento —informó Quirón.

Perpleja, miró al director.

—¿Usted es el señor D...? ¿La D significa algo?

El señor D dejó de barajar los naipes y la miró como si acabara de decir una grosería.

—Jovencita, los nombres son poderosos. No se va por ahí usándolos sin motivo.

—Ah, ya. Perdón. ¿De qué querías hablarme, Quirón? 

—¿Tu sabes quién es tu madre? —preguntó y Charlie negó—. Debo decir, Charlie, que nosotros si sabemos quien es.

—¿Pueden decirme quién es? 

—Lo siento, pero no. Ella tiene que reconocerte, como a todos. Ahora bien, hace años el Oráculo le dio a los dioses una profecía sobre una semidiosa a la que los dioses le concederían un poder, cada uno. Pasaron sesenta años y llegaste tu. Tú eres la semidiosa de la profecía.

—¿Y cómo lo sabes? 

—¿No lo recuerdas? —preguntó el señor D—. Pasaste cuatro años en el Olimpo, eras una bebé recién nacida, cada uno de nosotros tuvimos que darte algún poder.

—¿Usted.., tuvo que darme un poder?

—Menuda suerte la mía —gruñó el señor D mientras jugaba una carta—. Ya es bastante malo estar confinado en este triste empleo, ¡Para encima tener que trabajar con alguien que ni sabe quién soy!

Hizo un ademán con la mano y apareció una copa en la mesa, como si la luz del sol hubiera convertido un poco de aire en cristal. La copa se llenó sola de vino tinto.

—Señor D, sus restricciones —le recordó Quirón.

El señor D miró el vino y fingió sorpresa.

—Madre mía. —Elevó los ojos al cielo y gritó—: ¡Es la costumbre! ¡Perdón!

Volvió a mover la mano, y la copa de vino se convirtió en una lata fresca de Coca-Cola light. Suspiró resignado, abrió la lata y volvió a centrarse en sus cartas.

La Protectora del Olimpo IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora