One-Shot: "Disforia"

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El cuarto de baño estaba en penumbra. Apenas la luz fría del pasillo se colaba por la rendija de la puerta entreabierta, dibujando un rectángulo pálido sobre el suelo de baldosas. Entró sin hacer ruido. Cerró suavemente la puerta, sin llegar a encajarla del todo, como si no quisiera quedar encerrada, como si necesitara una salida posible.

Se apoyó con ambas manos en el lavabo. El grifo aún goteaba por la última vez que alguien se lavó las manos. Una gota, otra, el sonido quebrando el silencio como un metrónomo lento. 

Levantó la mirada. El espejo le devolvió el reflejo de una mujer: cabello largo y ondulado, recogido detrás de la nuca; una camiseta algo suelta, las pestañas oscuras. Se parecía a una mujer algo cansada, eso sí, pero una mujer, sin duda. Cualquiera lo diría. Cualquiera.

Pero ella no lo sentía así.

Frunció los labios con suavidad, probando el gesto. Luego apretó los dientes. Se tocó la cara: las mejillas, la mandíbula, buscando ángulos que no deberían estar ahí. Volvió a mirar. Su mente, sin avisar, empezó a dibujar otras líneas sobre ese rostro. A ensanchar el mentón, a endurecer el contorno, a oscurecer la sombra que no existía bajo la nariz.

Los ojos se le perdieron en ese reflejo, y de repente, ya no era ella. Era alguien más. Alguien que no quería ver, que había luchado mucho tiempo por borrar. Alguien que nunca fue del todo real, pero que aún vivía en las grietas de su autoestima.

Bajó la mirada al pecho, porque tenía pecho, incluso si lo veía falso. Acarició tensamente la tela. Notó su respiración volviéndose más corta, más pesada. La tela de la camiseta le oprimía el pecho como si fuera de otro material. Sintió que le costaba respirar. Quizás no era solo la camiseta.

Cerró los ojos.

—No es real —murmuró en voz baja, apenas pudiendo escucharse— No es real. No soy eso

Pero la sensación no se iba. El espejo seguía allí, cruel, implacable, mostrándole lo que no era, pero que su mente insistía en mostrarle. Tragó saliva. Se aflojó el cuello de la camiseta con los dedos temblorosos, intentando ganar espacio para respirar, como si la tela tuviera culpa de ese nudo invisible en la garganta.

Volvió a mirarse. La imagen seguía igual. Igual de distorsionada, de implacable, con esa deformidad cruel y cambiante de acuerdo a sus inseguridades. 

Sintió las lágrimas venir, pero se resistió. No era de llorar, ni siquiera en momentos como ese. Su tristeza era silenciosa, su desesperación seca, encerrada en las esquinas del cuerpo. No habían gritos, ni lágrimas, ni golpes. Solo esa opresión que lo llenaba todo por dentro y que no se notaba por fuera.

Se sujetó los brazos, rodeándose a sí misma, como si así pudiera recordarse que era real. Que el cuerpo que tenía era suyo, que había luchado por él. Que estaba completo. Que era válido.

—Estás aquí —murmuró con voz rota, bajísima—. Eres tú. No eres él

Iba a descolgar el espejo un día de estos. Iba a hacerlo ahora. Le devolvió la mirada al reflejo en un intento de valentía, le echó un vistazo de reojo, rapidísimo, imperceptible. Sintió un escalofrío. 

No era capaz.

Se sentó en el borde de la bañera, mirando al suelo, sintiendo el silencio más profundo. Se centró en el grifo goteante, en su pie rebotando contra el suelo con nerviosismo, en su propia respiración. Y luego, en el silencio otra vez. Se agarró la cabeza con las manos, hundiéndose en ese colapso silencioso.

Pasaron minutos. Quizás diez, quince.

Quizás más.


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