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Capítulo 10: Un rey sin corona

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El portal se cerró tras nuestro paso, y nos condujo hasta el interior de un castillo

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El portal se cerró tras nuestro paso, y nos condujo hasta el interior de un castillo. Las paredes eran de piedra y un ambiente tétrico rodeaba el pasillo que cruzábamos. La decoración era tan ostentosa como para deducir que alguien poderoso residía allí.

Observé el paisaje que dejaban ver las enormes ventanas. Contemplé el terreno árido y grisáceo que se extendía hasta el horizonte. Había un río de lava que cruzaba la zona. El magma chocaba contra las rocas, y algunos cráteres pequeños escupían llamaradas de fuego de una forma casi hipnótica. Podían verse las siluetas de los lejanos edificios que se encontraban al otro lado. Parecía que toda una ciudad estaba construida ahí con un estilo que podía compararse al gótico. Intenté acercarme un poco más para examinar mejor el panorama, y vi que no había un cielo sobre nosotros. Era como visitar el corazón de una cueva.

No me imaginaba así el Infierno, hasta cierto punto parecía un lugar hermoso a su manera.

—Esperad —avisó Mefis—. Belial tiene que recibirnos.

Permanecimos de pie en silencio, y alguien se acercó a paso lento desde el lado opuesto del pasillo. Pude adivinar que Belial se aproximaba a nuestra posición. La diablesa llevaba una larga capa que se arrastraba por el pulido suelo, y el atuendo que vestía debajo contrastaba con su piel traslúcida. Ella se colocó frente a nosotros sin apartar sus ojos rojos de los míos. Tenía una expresión que rozaba el frenesí, y aquello provocó que apartara la mirada.

—Mefis y Nergal, vengo a daros la enhorabuena por cumplir la misión mejor que Raum. Debéis saber que os digo esto en nombre de Su Majestad —informó Belial.

—Ha sido un honor —respondió Mefis con una reverencia.

—¿Hay algo más que podamos hacer por usted? —inquirió Nergal en un tono respetuoso.

Belial entrelazó los dedos y adoptó una postura erguida.

—Sí. Quiero que llevéis al señor Atwood al calabozo hasta que finalice la reunión —dijo de forma estricta, y se dirigió a Jarodes—: Lo siento, Atwood, pero no me queda más remedio que encerrarle para cumplir el protocolo. Siempre es un agrado verle, por cierto.

—Belial. —Jarodes pronunció su nombre a modo de saludo—. Creo que podría decir lo mismo.

—¿Un agrado? Creía que erais enemigos —interrumpí.

—Y lo somos —afirmó Jarodes—. Pero me aventuraría a decir que Belial es la única diablesa sensata en este agujero, y ha solucionado muchas hostilidades entre ángeles y demonios sin recurrir a la violencia. Es fácil dialogar con ella.

Ambos compartieron una mirada de rivalidad durante un silencio incómodo.

—Será mejor que acabemos lo antes posible —contestó Belial—. La señorita Dankworth debe acompañarme.

Jarodes me dedicó una expresión gélida mientras Mefis y Nergal le conducían al calabozo. Belial insistió de nuevo para que la acompañara, y me guio por varias zonas del castillo. El lugar estaba sumido en un absoluto silencio, y tan solo se oía el monótono sonido de nuestros pasos. Anduvimos hasta llegar a unas grandes puertas que tenían un curioso símbolo en su centro. Pensé por un momento en la estrella de David, pero comprobé que no tenía seis puntas, sino siete. El signo se trataba de un heptagrama.

El último solsticioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora