3. El comienzo del viaje

5.1K 529 37
                                    

El canto de las aves sonaba a través del verde alrededor, endulzando sus oídos y envolviéndolos lentamente en una calma que pocas veces se experimentaba en aquel mundo desolado. Igualmente se escuchaban las cigarras y algunos animales ocasionalmente se mostraban en el camino, pero pronto abandonaban el lugar con la intención de alejarse de ellos. Los infectados se alimentaban de cualquier ser vivo, pero para fortuna de los sobrevivientes de la catástrofe; los animales eran incapaces de contagiarse y volverse uno más de aquellos reservorios caníbales.

Aunque algunos seres podían cargar con el enfermedad y llegar a contagiar a cualquiera que los consumiera. Pero eran escasos los casos de animales portadores, aun así nunca bajaban la guardia y se aseguraban de que todo animal que llegasen a cazar y consumir estuviese libre de infección.

La aplanada serpiente de asfalto seguía y seguía por prolongados kilómetros, exhibiendo en el camino los vestigios del mundo que alguna vez fue. Autos abandonados, basura o demás recuerdos de las personas que seguramente dejaron atrás todo para así seguir adelante y buscar una nueva oportunidad para sobrevivir, justo como ellos. Cuando el brote estalló, Sam y su padre abandonaron la ciudad con la intención de dirigirse a un asentamiento militar, tal y como el gobierno había dictado, aquella cruzada fue no solo difícil, sino también desgarradora, aquel evento en la vida de los Anderson tan solo fue un prólogo que anunciaba lo que se transformaría su vida, sino que les mostró la cruda realidad en la cual ya estaban inmersos y de la cual jamás lograrían escapar.

—Revisen los autos, quizás haya algo que sirva —habló entonces Jonh Anderson, se detuvo contra el cofre de un jeep y empezó a revisar la ruta. Sam y Lizz se desperdigaron en torno a los abandonados vehículos y empezaron a revisar.

El clima y el tiempo los había inutilizado por completo, así que no había temor a activar las alarmas, claro que si eran demasiado ruidosos cabía la posibilidad de que algo los escuchase. Sam abrió las puertas de un pequeño auto rojo, dentro no había nada más que sangre seca, basura y algunos casquillos de bala ya gastados.

Mientras, Lizz Graham se acercó a una minivan, estaba totalmente destartalada y llena de maleza, e incluso ni sus neumáticos perduraban. Limpió el sucio cristal y encontró una figura tendida en el asiento de piloto, formó una mueca y tras desenfundar su cuchillo llegó hasta abrir la puerta, el aroma a podredumbre impregnaba el vehículo, todo gracias a la esquelética mujer que yacía ahí. Llevaba una 38 entre las manos, y a juzgar por las manchas de sangre seca en el techo y el orificio que dejó el proyectil al salir, indicaban que no había sufrido mucho.

—Cielos —musitó. Le arrancó el revólver de los dedos y tras revisarla encontró tres balas más en el tambor.

Siguió buscando entre los asientos hasta que en la cajuela halló una porta bebé, el cual estaba manchado de sangre. Continuó revisando, pero a medida que prestaba atención aquel escenario se tornaba más siniestro y lúgubre, más después de encontrarse con la sonaja bañada de carmín y colgajos secos de carne. Arcadas llegaron a ella y se apartó para vomitar, pero solo consiguió escupir algo de bilis.

—Lizz —apurado llegó Sam y apartó su cabello—. Tranquila, no pasa nada —sobó su espalda hasta que se recuperó.

—Lo siento.

—¿Te encuentras bien? —ella asintió—. ¿Qué pasó?

Su entristecida mirada se clavó en el asientito de la cajuela. Sam solo atinó a formar un ademán de condescendencia y amarga resignación.

—Lo siento —apartó su cabello—. Sé que es tonto, pero no pude evitar sentirme mal por la mamá y su bebé.

—No es tonto en lo absoluto. Que te pongas así es bueno, significa que todavía tienes compasión.

LA CEPADonde viven las historias. Descúbrelo ahora