12. Crueldad

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El canto gélido de la tormenta era lo único que se escuchaba a la redonda, la nieve volaba con fuerza y con potentes ventarrones que más bien simulaban ser ráfagas heladas; caía sobre todo, llenando de un blanco espectral que abarcaba hasta donde se perdía el horizonte. El barrio y prácticamente toda la ciudad estaban sepultados en aquel manto blanco, consecuencias de la ventisca, y del inclemente invierno que había llegado. Un solitario caminante pasó frente a la fachada derruida de un gran depósito, sus pesados pies avanzaban a través de los montes de nieve puestos en la acera, ocasionalmente regando algunos retazos de carne podrida que a causa de las bajas temperaturas; desistían, y acababan cayendo cual si se tratara únicamente de cuero viejo.

Un ave carroñera pasó por el lugar, graznando con fuerza, pronto captó su atención, trató de seguirla, pero se había atascado en la nieve, estuvo algunos instantes tratando de desprenderse de la capa de hielo, hasta que una flecha salió disparada y le atravesó el cráneo, poniéndole fin a su miserable existencia. Pronto dos figuras se vislumbraron de entre el campo blanco.

—Rápido, vamos —recitó uno de los encapuchados cuya voz apenas era perceptible entre la borrasca. Se movilizó desde un callejón y una segunda figura un tanto más pequeña le siguió.

Atravesaron la calle, ignorando el cuerpo del caminante, pero recuperando la flecha en el proceso. Acabaron entrando en el depósito abandonado. Todo ese bloque de calles estaba designado para más almacenes y depósitos, en su mayoría industriales, grandes edificaciones metálicas, de muros gruesos y altos, los cuales con suerte los ayudarían a pasar la tormenta. Dentro, todo estaba oscuro, ruinas únicamente, ni siquiera parecía que hubiera habido actividad antes por el estado de abandono en el que estaba.

Jonh Anderson se quitó su gorro y pañuelo y pasó la luz de su linterna por el lugar. No había señales de ningún tipo de actividad en las cercanías.

—Vamos, hijo. Busquemos un lugar para descansar —su pequeño Sam se quitó la capucha e hizo abajo su bufanda. Juntos vagaron por los oscuros sectores de aquel depósito de autopartes hasta que en un segundo piso hallaron un pequeño cementerio de autos—. Mira, este parece un buen lugar.

Llegó hasta un destartalado Pontiac y abrió las puertas, el interior estaba viejo y carcomido por el tiempo, pero no había ningún indicio de algo mucho desagradable además del moho y el óxido que cubrían las paredes y el tapiz. Le indicó acercarse y su hijo atendió, avanzó torpemente gracias al calzado extra grande que llevaba en las botas, no habían conseguido unas de su tamaño. Lo ayudó y lo introdujo en el interior del auto, después buscó en su mochila.

—Bien —sopló y el vaho emergió de su boca en forma de una pequeña nube—. ¿Cuál quieres? —mostró dos latas oxidadas y aplastadas—. Tenemos... eh, me parece que son chícharos, y... —observó bien la otra lata, era comida de perro. Le entregó la de chícharos—. Mejor quédate con esa, ¿sí?

Sacó un cuchillo y con sus temblorosas manos perforó la tapa de la lata hasta que se abrió. Sonrió aliviado de ver que no estaban descompuestos, así que se los entregó.

—Toma, hijo.

—¿No comerás tú?

—Eh, no, no hijo. No tengo hambre.

Bajó la mirada y analizó los pequeños balones verdes que nadaban en un jugo amarillento, que se veían todo, menos apetitosos. Agitó la lata e hizo un ademán de desagrado con la cara.

—Sabes que no me gustan los chícharos.

—Hijo, por favor, cómetelos.

—No-no quiero, papá.

—¡Cómetelos! —rugió desesperado, consiguiendo asustar a su muchacho—. Por favor, hijo, cómetelos.

El muchacho aspiró por la nariz y con desgano se llevó la lata hasta la boca hasta que las pequeñas semillas cayeran y terminaran dentro de su estómago. Jonh suspiró, tomó su hombro y con cuidado peinó su desaliñado cabello un poco.

LA CEPADonde viven las historias. Descúbrelo ahora