9. Ecos

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La calle principal estaba repleta de obstáculos, en su mayoría eran triajes médicos, carpas y viejos vehículos del ejército, parecía que en aquellos tiempos aquel poblado había intentado sobrellevar la catástrofe con la ayuda militar, pero ahora tan solo eran ruinas. Por ello es que decidieron usar un atajo y tratar de llegar a su destino de otra forma, siendo esta; acortar por los negocios y los callejones.

Reventaron los cristales de un aparador y se introdujeron en una vieja tienda comercial. Sam se movilizó primero, apuntando su escopeta en diferentes direcciones, revisando así que adentro no se ocultara algún indeseable huésped. A su alrededor no había más que maniquíes arrumbados y empolvados, chatarra y basura que componía parte de la tienda, así como también una enorme cantidad de ropa desperdigada por todas partes.

—Despejado —dijo y sus compañeros entraron también.

—Cielos —murmuró Russel mientras que le echaba un ojo a su alrededor—. Que miedo.

—Vi los anuncios de una tienda automotriz cerca de aquí, tal vez allá encontremos lo que necesitamos —se colgó la escopeta—. Vamos, empecemos a buscar una forma de salir de aquí.

Se dispersaron a través de la tienda, buscando la salida. Estaba demasiado oscuro, quienes habían habitado ahí antes se habían encargado de tapizar puertas y ventanas a tal punto que casi nada de luz del exterior se conseguía infiltrar, aunque algo le hacía creer que sus esfuerzos por atrincherarse y ocultarse no los había ayudado mucho a la hora de resistir el fin de los tiempos. Surcó buena parte del lugar, encontrándose ocasionalmente con deteriorados maniquíes que le sacaban un susto ocasional, la paranoia no disminuía, incluso se topó con uno carente de un brazo y buena parte del hombro, de puro milagro la luz de su linterna le impidió que abriera fuego.

—Maldito imbécil —murmuró y bajó el arma mientras pegaba un suspiro cargado de alivio, avanzó un poco y se encontró con una colección de camisetas—. Interesante.

Avanzó y palpó la tela, estaba algo polvorienta, pero la camiseta se conservaba suave y agradable al tacto. Miró su playera que llevaba y no dudó en quitársela y cambiarla por algo mejor que aquel maloliente harapo. Asintió contento y se guardó un par más de prendas en la mochila, siguió buscando con la mirada hasta que vio los pantalones, se encogió en hombros y tomó unos también.

—Qué diablos, cuantas veces uno tiene la opción de conseguir ropa nueva en el apocalipsis.

Se hizo con unos nuevos pantalones, algo de ropa interior, calcetines y hasta una sudadera nueva, en unos cuantos meses empezaría el otoño y con él, el frío arribaría igualmente, debía estar preparado, aunque fuese con un poco de ropa extra en su mochila. Luego de surtir su guardarropa, se apresuró a buscar a sus compañeros, sin embargo no los encontraba por ningún lado.

Evitó llamarlos, solo un verdadero idiota gritaría en una situación así, por lo que prefirió seguir buscando en los alrededores. La luz de una segunda linterna se plasmó en la zona de mujeres, avanzó por el lugar y fue cuando vio la silueta de Lizz.

Avanzó un poco y la vio, estaba frente a los restos de un espejo, se estaba cambiando. Negó múltiples veces y apartó la mirada con pena, pero la malsana tentación le hizo girarse nuevamente y verla. Sabía que estaba mal, pero no podía dejar pasar aquello. No recordaba a ciencia cierta en qué momento había pasado de ser una niña menuda y poco agraciada, a convertirse en una señorita tan visualmente atractiva.

La vio probándose algunas camisetas, así como un par de pantalones, exhibiendo su fina silueta y tersa piel que resaltaban con el brillo de la linterna. Estaba cautivado por el espectáculo, si desde hacía tiempo ya estaba interesado en ella, aquel momento había despertado en él una mayor intriga.

LA CEPADonde viven las historias. Descúbrelo ahora