10. ¿Buenas intenciones?

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El escabroso escenario de un vecindario sumido en caos se materializó, aviones del ejército volaban a toda velocidad en el cielo nublado, casi negro a causa de la noche y el humo, soltando proyectiles que sumían la ciudad cercana en llamas. La gente gritaba sin control, sangre y cadáveres cubrían las calles, explosiones cercanas arrancaban la paz que caracterizaba a aquel barrio suburbano, así como la histeria colectiva que crecía a cada segundo como la marea en una tormenta, mientras, él yacía a la mitad de todo, observando, viviendo en carne propia el horror que el brote había desatado no solo sobre su hogar, sino en todo el mundo. Un errante lo atrapó de los hombros y encajó su mandíbula en su cuello, tiró con fuerza y le arrancó un enorme pedazo de carne, la sangre brotó cual manantial, mientras que sus pulmones no advirtieron al esfuerzo descomunal que hizo al gritar en agonía, a la vez que la profunda hemorragia brotaba sin control y lo acercaba cada vez más rápido a una horrible muerte.

Reaccionó entonces, abriendo los ojos y encontrándose postrado en una suave cama, aquello había sido un sueño, no, una pesadilla más bien, una estigma de su pasado que se hacía presente una vez más seguido y le recordaba con creces lo que sus ojos habían presenciado en aquellos días. Alerta y con el corazón más agitado que una locomotora, giró la cabeza y se encontró con su padre, quien se hallaba dormido en un pequeño sillón justo a su lado, parpadeó un par de veces y recorrió el lugar con la vista, estaba en una amplia habitación de aspecto antiguo pero elegante, a su alrededor había muebles de madera y algunas pinturas, no era en lo absoluto un lugar que recordase.

—¿Papá? —profirió entonces, su voz era seca y rasposa, había despertado con bastante sed. Jonh Anderson abrió los ojos de sopetón, se incorporó en su asiento y después de observar a su hijo unos cortos segundos, se abalanzó hasta él y lo atrapó en sus brazos.

—¡Hijo, por Dios! —acarició su cabello y se apartó para contemplar su rostro—. Al fin despertaste —reconoció con alegría.

—¿Qué? —cuestionó, distante y algo atolondrado, no era para menos, no solo el despertar en un lugar desconocido lo tenía extrañado, sino también el desconocimiento exacto de qué lo había llevado a estar ahí en primer lugar—. Papá, ¿qué está pasando? ¿En dónde estamos?

—Tranquilo, hijo, no te alarmes, estamos bien, estamos a salvo —se apartó de él y avanzó hasta abrir la puerta de la habitación y con fuerza dijo:— Chicos, ya despertó.

No pasaron ni diez segundos cuando los rostros de sus amigos se mostraron ante él. Lizz fue la primera en entrar, llegar hasta él y abrazarlo con todas sus fuerzas.

—¡Sam! —gimoteó en su oído.

—Hola, auch —musitó, entonces ella se apartó.

—Lo siento, ¿estás bien? ¿Cómo te sientes? ¿Recuerdas quién soy? —farfullaba sin control, abriendo sus ojos como un venado y sujetándolo firmemente, como si sintiera que en cualquier segundo acabaría cayendo desmayado.

—Estoy bien, Lizzie —sonrió agraciado, se incorporó un poco y liberó algunos quejidos.

—No te precipites —instó su papá—. Ten cuidado, fue un golpe duro.

—¿Cómo te sientes? —cuestionó la pelirroja, él acarició su cabeza.

—Como si me hubiesen atropellado.

—Creo que no estás tan confundido, al menos recuerdas el accidente —aseguró su amigo Russel mientras se sentaba en la orilla de la cama.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Veo que al fin despertaste —irrumpió entonces un desconocido en la habitación. Abrió los ojos y pegó un salto sobre la cama, pero sus amigos lo tranquilizaron—. Imaginé que después de semejante golpe quizás tardarías más, pero creo que eres un muchacho bastante fuerte.

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