8. Camino infernal

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—Ya deberían haber regresado —profirió Russel Monroe luego de observar por la mirilla de la puerta una última vez. Negó agitado y caminó a través de la sala sin rumbo fijo, exasperando aún más a Jonh, quien desde hacía horas pensaba en lo mismo.

—Los sé —admitió y con dificultad se puso de pie, el reposo de la noche anterior le había ayudado para avanzar en su recuperación, pero seguía algo lastimado del tobillo, por lo que aún no se encontraba en óptimas condiciones para salir a buscarlos—. Pero no podemos hacer nada, no aún, no hasta estar seguros que no vienen en camino.

—¿Así que los dejaremos allá afuera? —arremetió Lizz, demandante y apurada.

Jonh Anderson endureció el mentón, pero no consiguió alcanzar a responderle nada. Un sonido proveniente de afuera del departamento llamó su atención y le hizo entrar en alerta al instante. Tomó una pistola y cojeando se acercó hasta la puerta, observó la mirilla y de entre el óxido y la mugre del cristal encontró lo que parecía una figura vagando por el pasillo.

—Atrás, ya —demandó a sus demás acompañantes. Lizz tomó otra pistola y se posicionó tras un sillón, mientras que Russel pasó a ocultarse detrás de la barra de la cocina.

Martilló el arma y la mantuvo pegada a su pecho en todo momento, agitado, se mantuvo en silencio, aguardando a lo que pudiese suceder, hasta que escuchó un golpeteo del otro lado de la puerta. El sudor frío y las ganas de temblar se desvanecieron en el momento en que reaccionó, literalmente estaban tocando a la puerta, no tratando de derribarla. Entonces alguien habló.

—Papá, soy yo, Sam.

Demoró unos segundos en reaccionar, quitó los pestillos y abrió la puerta para así encontrarse a su hijo y a la pelirroja una vez más, ambos sanos y salvos. Exhaló y tras desfigurar su rostro en incontables muestras de emoción; mostró una sonrisa.

—Eres un desgraciado, casi me matas del susto —veloz tomó a su hijo y le dio un fuerte abrazo. Sam correspondió gustoso—. ¿Dónde mierda estabas?

—Fuimos por medicinas —ilustró inclinando la cabeza y haciéndole a ver a la pelirroja que llevaba el botiquín en sus manos.

—Eso fue realmente estúpido —recriminó, sonando más serio que antes—. Pudiste morir, ambos pudieron haberlo hecho.

—Lo sé papá, lo siento.

—Una disculpa no basta —suspiró, miró a la pelirroja, quien parecía aguardar por un regaño por parte de aquel hombre, pero Jonh solo asintió—. Anda, ve y dale las medicinas, lo necesita. —Ann no dijo nada, corrió apresurada hasta el dormitorio, donde Jerry reposaba y empezó a tratarlo—. Ya habíamos discutido esto, Sam, no arriesgues tu vida, y menos por algo tan estúpido como eso.

—Jerry necesitaba las medicinas, y tú también.

—Sé que querías ayudar, Sam, lo sé —tomó la cara de su hijo con firmeza y no lo soltó—. Pero no puedes arriesgarte de esa manera, las cosas son muy diferentes ahora, ya no se puede ser bueno todo el tiempo.

—Entiendo —bajó la mirada, Jonh cedió nuevamente y lo abrazó.

Se despegó de su padre y saludó a su amigo. Russel no aguantó las ganas y le dio un abrazo también, aunque el suyo fue breve y algo incómodo.

—Lo siento.

—No pasa nada, hombre —palmeó su pecho y llegó finalmente con Lizz—. Hola...

—Hola —desvió la mirada con enojo y cruzo los brazos—. ¿No puedes quedarte tranquilo nunca, verdad?

—Ya me conoces, me gusta meterme en problemas.

—Que gracioso —reviró, era la primera vez que la veía molesta de verdad—. Una carta, o quizás un aviso hubieran sido suficientes, ¿sabes? Así no habría estado muerta de miedo todo este tiempo.

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