Ellos afirman que fui yo. Están convencidos de mi responsabilidad en el crimen, pero sepa usted que, desde ahora en adelante, no haré más que abogar por mi inocencia.
Mi nombre es Alan, Alan y nada más. Soy de algún punto recóndito de Sudamérica, Sudamérica y nada más.
La tarde en la que hallaron al muerto desmembrado bajo mi lecho, el dedo acusador apuntó de inmediato hacia mi persona, mas cuando expuse las razones en defensa de mi clara inocencia, entendieron que debían recluirme acá. Y, pues, aquí me tienen, encerrado en una institución para criminales con trastornos psíquicos, bien conocida por el nombre de manicomio, aunque yo prefiero llamarla cárcel para dementes y desquiciados.
Él siempre está... latente entre las sombras. Me asedia vaya a donde vaya. A veces puedo verlo y a veces no. Por alguna razón siempre sonríe, no sé por qué pero lo hace, sabe que le temo e intuyo que por eso nunca deja de hacerlo, mi sufrimiento es su regocijo. Él asesinó a mi hermano, no yo. Se preguntará, usted, por qué lo hizo, la respuesta es simple, él busca llegar a mí, de modo que, cometido el acto y plantada la evidencia, el mundo no dudó en encerrarme aquí. Y aquí me tiene a su merced, atrapado en la soledad de este cuarto minúsculo plagado de sombras, tan siniestro como sus intenciones: matarme.
He observado que las sombras constituyen su naturaleza; allí donde la oscuridad arroje su manto lóbrego él podrá materializarse, razón por la que jamás me alejo de la seguridad de la luz, sitio que no le es posible penetrar. Es evidente que Franco no era el objeto de su odio, sino el medio necesario para acorralarme, tan magistral fue su proceder que todo el peso de la culpa recayó sobre mi persona.
Con todo, mis palabras no han sido juzgadas sino como las alucinaciones delirantes de una mente insana, por eso llevo dos días preso.
También me he dado cuenta, apenas anoche, que, por mucha luminosidad que me rodee, aun la oscuridad de la conciencia es medio vital de su ser. Basta con cerrar los ojos para que pueda manifestarse. Si me duermo, temo no volver a despertar.
Pero si así sucediese, si mis párpados un día no volvieran a abrirse, sea quien sea usted, querido lector, sabrá mi verdad a través de estas páginas. En principio, cuando lo solicité, se negaron a proporcionarme el cuaderno en el que relato estas líneas y la tinta necesaria para darles entidad.
—Sería arriesgado darte un elemento punzante como un bolígrafo o incluso un lápiz, podrías causarte daño —dijo la mujer.
Entonces, sin quitar mis ojos de sus ojos, con mis dientes desgarré mis muñecas. —No necesito de ustedes para destruirme —respondí—, cuento con los suficiente para ello.
El dolor y el sabor metálico en la boca me recordaron cuán vivo estoy, que a pesar de todo aquí sigo, sentado a la mesa junto a mi cama nueva, escribiendo.
No puedo precisar el destinatario de mi experiencia, pero si está leyendo mi diario, amigo mío, sepa que es a usted a quien debía hablarle.
Traté de captar su rostro lo más que he podido, pero el dibujo nunca se me ha dado bien, aunque, en verdad, dudo que exista la mano que pueda retratar todo el horror de su aspecto cuando aparece: su rostro es amarillento y poroso, como si estuviera enfermo; sus facciones puntiagudas realzan su aspecto demoníaco, cuyo cráneo calvo termina en una punta bien marcada en la parte superior; tiene ojos diminutos y una de sus orejas es más grande que la otra; sus dientes pequeños de encías pronunciadas hacen que su sonrisa gingival sea aún más espantosa. Es una pesadilla en la vigilia.
ESTÁS LEYENDO
Días de vigilia
HorrorAlan es un prófugo de la ley, acusado de cometer un homicidio cuya autoría niega rotundamente, pues asegura que existe una entidad responsable de tal crimen que, desde que apareció, se ha dedicado a hacer de su vida un infierno. Así, se verá atrapad...