Día 8

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Anoche, compañero lector, le he mencionado sobre el diseño de un método —por el que pudiese desligarme de la muerte acaecida— que finalmente se vio obstaculizado por la eventual aparición del hombre espectral; pero no he entrado en ningún detalle sobre el procedimiento cuidadosamente planificado de aquél. Ello debido a que, de haber fracasado mi plan, consideré que ningún sentido hubiese tenido adelantarme a hechos puramente ideales. Cabiendo la posibilidad, incluso, de ya no poder continuar con estas letras.

Permítame ahora crear cierta atmósfera de suspenso y relatar, paso a paso, momento a momento, los sucesos que llevaron al desenlace de lo que comenzó con la intromisión del aparecido.

Luego de finalizada mi escritura de la última noche, no fue sino hasta una hora después que el espectador se movió de su extraña posición. Minutos antes, encendí la radio en una sintonía que reproducía una melodía melancólica y apacible —la música mitiga mi ansiedad y me permite ordenar y reordenar las ideas, aunque en esta ocasión apelé a ella como estímulo— y, a la espera de que reaccionara, quizás, al sonido, me quedé viéndolo, aterrado pero decidido a enfrentarlo con la mirada. Nada.

En cierto momento la música se interrumpió y el parlante comenzó a emitir un ruido blanco que al cabo de pocos segundos se tornó insoportable. Y, tan solo un instante después, de entre el bullicio del aparato pude percibir un sonido diferente. Al principio me pareció alguna monotonía incoherente haciendo interferencia en la señal —o acaso la música de antes ahora opacada por la bulla—, pero poco a poco fue tomando forma hasta volverse, claramente, la voz de una mujer cuyas palabras inentendibles parecían sostener algún diálogo con alguien.

Como antes mencioné, deduje que se trataba de alguna interferencia, al menos así lo imaginé hasta que pude oír con claridad mi nombre. «Alan», dijo la voz. Un malentendido producto de mi mente cansada, me dije, pero luego comprendí que, en efecto, había escuchado mi nombre, cuando la voz comenzó a repetir una y otra vez «Alan», única palabra descifrable entre el barullo. Entonces, acerqué mi oído al parlante en un vano intento por captar más de la charla, pero la confusión fue aún mayor.

Y no fue hasta que alejé la cabeza de la radio que fui consciente del primer gran horror de la noche: ¡el demonio estaba viéndome! Se había puesto de pie, justo en el límite de la areola de luz que proyectaba la lámpara sobre el suelo, por supuesto, del lado oscuro. A diferencia de anteriores apariciones, esta vez no sonreía, estaba neutro de expresiones —¿enojado, quizás?—. Una línea de sangre se desprendía de su ojo izquierdo y caía a lo largo de toda la mejilla, como si de alguna forma macabra se mimetizase con la muerta, o se burlase de mí.

Arrastré entonces, con mucha delicadeza y temor, la lámpara sobre la mesa de modo que el halo luminiscente se desplazara unos pocos centímetros sobre su pie, con la idea de espantarlo. Sabía que mi acción podía generar una reacción agresiva de su parte, pero si no comenzaba a enfrentarlo jamás le quitaría el poder que tiene sobre mí. Lo que sucedió a continuación fue, por mucho, inesperado; en donde la luz lo tocaba él, simplemente, desaparecía. Entendí así que, en verdad, está hecho de oscuridad, que no es otra cosa que un ente de las sombras.

Días de vigiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora