Día 6

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¡Hoy ha ocurrido una tragedia!

La misma enfermera que con el encanto de Anahí aseó mi herida, intentó, temprano en la mañana, atentar contra mi vida. Claramente no era su propósito matarme, sino una obligación que nace de la ignorancia —o más bien la negación de mi verdad—, pero tampoco fue mi intención lo que sucedió después.

Ingresó al cuarto, como cada día, con aquella sonrisa encantadora en el rostro, con palabras dulces y esa cordialidad peculiar que la caracteriza. Me saludó, devolví su saludo. Me preguntó si había dormido o si, cuanto menos, había intentado hacerlo, como siempre, le respondí que no y que no tenía intenciones de ello, haciendo especial énfasis en lo último.

Acercó la bandeja con el desayuno hasta la mesa y, mientras yo tomaba mi té, llenó una jeringa con alguna sustancia que estremeció mi espíritu todo.

—¿Qué vas a inyectarme? —pregunté, intentando mantener la calma que conlleva lo cordial—. Porque, claro está, eso querrás meterlo en mis venas, ¿no?

—Vitaminas y nutrientes, lo necesario para que te sientas fuerte. Termina tu desayuno que esto puede esperar unos minutos.

Mentía... y sonreía embustera. ¡Me estaba mintiendo con vileza y descaro!

Con los labios temblorosos le di el último sorbo al té, más que nunca tratando de sostener la compostura. Pero antes de que pudiera depositar la taza sobre la bandeja, se escurrió de entre mis dedos sudorosos. El vidrio estalló en cantidad de pedacitos contra el suelo. ¡Ah, presagio espantoso! Supe, en ese instante, que el mismo destino correría mi vida si le permitía que metiera el tranquilizante en mi sangre.

—No hace falta, me siento muy bien —dije, con tono nervioso.

Noté que de reojo observaba la porcelana esparcida por el piso, mientras en su mano derecha sostenía el arma, dispuesta a atacar, expectante, silenciosa... como un depredador agazapado que va por su presa. Con el rictus inamovible, sabedora de que era yo consciente de sus intenciones pérfidas, esperaba el momento indicado para lanzarse sobre mí y asestar el golpe final.

¡Maldita!

—Alan, no tengas miedo, sólo se trata de un pinchazo —indicó. Y, con presta confianza, se arrojó sobre mi brazo con la seguridad de una fiera sobre su víctima indefensa.

Mi reacción fue instintiva; sin ponerme de pie, me impulsé hacia atrás con tanta fuerza que la silla se desestabilizó y terminé de espaldas en el piso. Aturdido por el impacto de mi cabeza contra el suelo, busqué con desesperación a la enfermera entre los objetos de formas oscilantes en el entorno caótico. Sentí entonces un ardor a la altura del hombro: un trozo de porcelana se había clavado. Cerré los ojos unos segundos en un intento por sobreponerme al mareo y el dolor. Cuando los abrí, aunque todo alrededor continuaba ligeramente difuso, pude ver la figura de la fémina con exquisita claridad, pero su sonrisa ya no era su sonrisa, ya no era dulce, no era angelical como Anahí, ahora era una risa macabra, de dientes deformes y amarronados... como la de él. Incluso me pareció que sus orejas eran más grandes.

Se lanzó sobre mí una vez más. Pero, antes de que pudiera tan sólo rozar mi piel, dominado por el más primitivo instinto de supervivencia, me puse de pie y con una mano le arrebaté la jeringa mientras que con la otra rodeé su cuello, todo en un instante fugaz. Ahora me encontraba posicionado a sus espaldas, enroscado a la mujer como una boa.

—No quiero, yo no quiero... —le dije, mas ella nada dijo—. Te voy a soltar, pero necesito que te vayas y ya no regreses, ya no quiero verte.

Silencio. Cualquiera pensaría que la mujer se había asustado al punto de la mudez, pero el hedor que comenzó a emanar no era propio de ella, no era el aroma a flores que dejaba tras su andar.

Fue cuando intentó arrancarme la jeringa que, sin el más mínimo titubeo, clavé la aguja en su ojo izquierdo. Gritó durante unos segundos —dos o tres— pero ahogué su agonía al instante con la misma mano que cometí el hecho.

Sentí un humor viscoso deslizarse por mis dedos y, acto seguido, el cuerpo de la enfermera se desplomó sobre el suelo, sin el más mínimo vestigio de vida.

Amigo lector, soy consciente del terrible acto cometido, no obstante, en mi favor, debe saber que he actuado en legítima defensa, pues era mi vida o la suya, y he tenido que priorizar la mía.

Oculté el cuerpo en el armario, único mueble además de los ya mencionados con el que cuento en la habitación, en tanto averiguo la forma de deshacerme del cadáver, algo que a primera impresión resulta imposible.

Sólo quiero que tenga presente esto: no quise matarla... no tuve opción.

Días de vigiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora