Día 18

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Recorrí la casa en busca de dinero. No necesito mucho, solo el suficiente para no seguir comiendo de la basura en el caso de que debiera volver a las calles, lo que es probable que suceda.

Mi madre tiene la maldita costumbre de poner bajo llave la puerta de su dormitorio cuando no se encuentra en casa, así salga a comprar huevos al almacén, y en mi cuarto no hay más que el polvo acumulado de días sobre los muebles —está claro que su aborrecimiento hacia mí es tal que ni siquiera ha pisado mi habitación, aunque más no sea para limpiarla—, por lo que decidí inspeccionar el dormitorio de Franco, aunque más por curiosidad que por la esperanza de hallar efectivo.

El cuarto de mi hermano parece estar parado en el tiempo, mi madre lo mantuvo impecable, idéntico al último día que durmió en su cama. Sus diplomas, sus medallas y todos sus logros siguen en el mismo lugar, resabios de una juventud prodigiosa... y muerta. Me recosté en su cama y contemplé el techo. En ese instante comprendí que extraño a Franco más de lo que pensaba, él siempre estaba en los momentos en que más necesitaba la compañía de alguien. Estoy seguro de que, de haber sido otra la víctima, mi hermano hubiera encontrado la forma de ayudarme, porque él sí hubiese creído en mí.

Me di la vuelta y hundí la cara en la almohada —un movimiento impulsivo y riesgoso, lo sé—, olía, aunque levemente, a perfume para sábanas, es decir, mi madre había dejado la casa, cuanto mucho, antes de ayer, aunque lo más probable era que llevara fuera poco más de veinticuatro horas. Me quedé así, tumbado, imaginando el momento en que debiera verla a la cara y, por mucho que lo analizaba, no encontraba las palabras con las cuales enfrentarla. Muy probablemente usted, lector mío, debe estar suponiendo que da igual lo que exponga, pues, diga lo que diga, la mujer jamás se permitirá escuchar mi verdad, nunca verá más allá de la imagen del asesino demente que se me ha impuesto, y sí, puede que así sea, no obstante, por última vez, apelaré al instinto materno que en algún recóndito punto de su ser debe tener, esperando que esta vez me proteja.

Volví a girarme y me quedé observando una foto de Franco, es cierto, no era mucho más demostrativo que la mujer que nos crio, pero tenía una sonrisa encantadora, como la del retrato en la pared, una con tanta fuerza que hubiese convencido al más incrédulo de que el cielo es verde si así lo hubiese querido. ¡Fue la única persona en este mundo, además de Anahí, que en verdad me quiso... ¿por qué querría matarlo?!

Y entonces, lo sentí, no a Franco, al otro.

Me senté de súbito en la cama y allí me quedé, tieso. No lo veía, no lo escuchaba, no lo olía, pero sabía que estaba en el cuarto, en alguna parte. Quizás intentó acercarse mientras hundí la cara en la almohada o, quizás, solo quería acorralarme entre las pertenencias de su víctima, misma por la que era yo perseguido, como en algún poema macabro de Poe.

Su presencia invisible, de pronto, comenzó a volverse insoportable. De alguna forma aterradora e inexplicable, podía sentir su sonrisa siniestra en la nuca; sí, era eso, terror, otra vez miedo, en apariencia, irracional, ¡una energía abrasadora que me trepaba por la espalda y ahogaba al punto de la desesperación! De repente, un sonido. Un ruido rasposo y molesto que parecía volverse más perceptible con cada segundo.

—¡Alan! —gritó entonces la voz de una fémina—. ¡Maldito hijo de puta!

Mi madre, pensé, aturdido por el ruido que no cesaba y se volvía cada vez más intenso. ¿Cómo supo que estaba en casa? Y entonces fui consciente del horror de la situación, si ella sabía que estaba yo escondido aquí, la policía y los médicos no tardarían en llegar. Ahora estaba doblemente acorralado y, si no pensaba rápido, terminaría muerto o encerrado, esta vez, en el ala de los más peligrosos, en una jaula sin ventanas del psiquiátrico, lo que era equivalente a estar muerto, de todos modos.

—¡Alan, contéstame, sé que estás en la habitación de tu hermano, ven y muéstrate! ¡Es lo mínimo que me debes! —continuó la mujer. Yo me mantuve en silencio, pensando.

La dama calló durante un momento, mientras yo intentaba descifrar el origen del sonido. ¡Claro!, cómo es que no me había dado cuenta, se trataba del ruido vacío de la televisión cuando no tiene señal de cable.

Decidido a enfrentar a mi madre, me aposté en el comedor en un acto de arrojo impulsivo, y mi sorpresa fue mayúscula cuando me topé con la última persona que esperaba encontrar allí: la enfermera.

Se había manifestado en la televisión, hinchada y tuerta como una proyección de su propia muerte. Estaba enojada, casi iracunda, por haberla abandonado en algún punto de la ciudad. Le expliqué, luego de escuchar sus reproches durante varios minutos, que cargar con la radio hubiera entorpecido mis planes, y al final pareció comprender o, quizás, solo se apaciguó cuando cayó en la cuenta de que ahora no solo podía oírla, sino también verla. Insiste en que me ama y está convencida de que yo a ella.

Quiere que mate a mi madre. No ha dejado de insistir en lo absurdo que sería revelarme ante ella e intentar razonar. Cree que lo único que conseguiré es regresar al infierno del que, tras un coste trágico, logré escapar, y que la única manera de estar seguro es sacando del camino —y de la casa, para siempre— a mi madre. Pienso que su plan extremista persigue fines más bien personales; no entiendo por qué se enamoraría de forma tan pasional de quien, aunque sin desearlo, le dio muerte, pero lo está y estoy convencido de que, ahora que halló una forma más sofisticada de existencia, espera que vivamos aquí, solos y juntos como un matrimonio.

No voy a matar a nadie, mucho menos a quien me dio la vida. Sé muy bien que si de la enfermera dependiera, tras mis pasos se extendería un sendero de cadáveres, sin embargo, la mujer me sirve, aunque en ocasiones extremista, suele vislumbrar caminos en horizontes difusos.


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⏰ Última actualización: Oct 27, 2023 ⏰

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