Día 13 (I)

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De nuevo ella instándome a escapar, a salvar mi vida

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De nuevo ella instándome a escapar, a salvar mi vida. Las palabras de la enfermera en la radio fueron puntuales: "huye, Alan, ya no tienes más tiempo". ¡Cuánta verdad!

Como cada mañana, la enfermera viva entró al cuarto con la bandeja del desayuno, solo para llevarse la sorpresa de encontrarme tumbado en el suelo, en apariencia, inconsciente.

Las nuevas políticas de seguridad le impiden al personal de enfermería hacer su trabajo con el manojo de llaves consigo, dado el suceso ya conocido. Para acceder a las celdas, uno de los gorilas de blanco, el encargado de la guardia del pasillo —los corredores ya no quedan sin vigilancia como antes, en ningún momento—, debe permitirle la entrada al enfermero a cada loco que quiera atender. Para yo poder huir, debía atravesar el ala media izquierda del manicomio —al final de este texto, para facilitar su entendimiento, esbozaré un mapa gráfico del lugar en cuestión— y, hacia la derecha, tomar el corredor que conecta con el sector de visitas, bloqueado, recuerde, por la primera puerta, y luego atravesar la segunda hacia la salida —corredor que va hacia la izquierda—. Claro está, para que mi plan resultase exitoso, primero debía reducir a la enfermera y al guardia; conseguido esto, y con las llaves en mi poder, sortear los obstáculos subsiguientes no sería un problema mayor, bastaría con girar una llave y salir caminando. El gran desafío era, sin dudas, tumbar al hombre grande.

Como mencioné, la enfermera era la primera meta en este recorrido; fingir un desmayo sin dudas la alteraría —alguien como yo podría, incluso, estar muerto— y, en su desesperación por socorrerme, bajaría la guardia. Me tendí sobre el suelo detrás de la cama, de tal modo que asomasen apenas mis pies en el panorama que se ofrecía a la visión desde el punto de ingreso, es decir, necesitaba que tardara un momento en percatarse de mi situación; con esto me aseguraba de que al entrar cerrara la puerta primero y, tras descubrir el cuerpo yaciente, motivada por el espanto, corriera a dejar la bandeja sobre la mesa sin alertar al guardia, pues antes debería corroborar mi estado de salud. Así sucedió.

Cuando mis presupuestos se dieron tal como los había imaginado, y la enfermera se encontró de rodillas junto a mí, en cuestión de segundos sujeté su cabeza y, sin darle tiempo a reacción alguna, la impacté en seco contra la madera de la cama. La mujer cayó desvanecida sobre mi abdomen. Por si se lo pregunta, sí, había sangre en la tabla y sobre mi uniforme, pero no estaba muerta, solo inconsciente.

La arrastré hasta el centro de la habitación, no muy lejos de la entrada; ahora debía vencer al guardia, la parte más complicada del plan. Tomé luego la bandeja del desayuno y me ubiqué contra la pared, junto a la puerta, la que abrí lentamente... y allí esperé, oculto y atento. No tardó en proyectarse sobre el suelo del cuarto una sombra que se alargó rápidamente. Cuando noté, a través del espacio entre los bordes del marco y el ala, al guardia asomarse y, acto seguido, lanzarse con apremio hacia el interior —había descubierto a la mujer caída—, arrojé con violencia la puerta sobre este antes de que pudiera avanzar más allá de las posibilidades de mis intenciones. Detuve el avance haciéndolo retroceder hasta chocar contra la pared del pasillo, salí entonces de mi escondite y noté que se cubría la cara con las manos, como si con ello apaciguara el dolor del impacto en su rostro. Había mucha sangre en su ropa y sobre sus zapatillas blancas; ese era el momento que estaba esperando. Aprovechando su estado de confusión, y sin siquiera corroborar que no hubiese nadie más en los pasillos que pudiera verme, me lancé hacia él y le propiné incontables golpes en la cabeza con la bandeja de metal. Debo confesar que, motivado por la excitación y la adrenalina del momento y, quizás, la frustración contenida de los días allí dentro, me propasé con los golpes, pues no paré hasta que el piso y las paredes parecieron bañadas por una lluvia escarlata. Sin embargo, al igual que la enfermera, el hombre estaba vivo.

Lo siguiente fue arrastrar al caído al interior del cuarto, lo ubiqué junto a la otra, en el suelo del lado derecho de la cama, más cerca de esta que de la pared, de esa forma tardarían en encontrarlos dado el caso que alguien ingresase al cuarto —aunque no había motivos para hacerlo hasta que notaran la desaparición, lo cual debería suceder varias horas después—. Cuando me puse la ropa del guardia, comprendí que mi impulsividad e ira desenfrenada podrían ponerme en problemas si no las controlaba a futuro, necesitaba pasar desapercibido, pero el uniforme ensangrentado constituía ahora un nuevo problema.

En fin, con las llaves en mi haber, tenía el poder de atravesar todas las barreras que me separaban de la libertad, del resto ya me encargaría.

Días de vigiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora