Día 12

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Allí abajo apestaba

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Allí abajo apestaba. El aire pesado olía a humedad y muerte.

Conforme descendía, el calor quemaba más y más a lo largo del pecho. Cuando llegué al último escalón de un recorrido que me pareció eterno, el escenario frente a mí me provocó náuseas, quise escapar, volver sobre mis pasos, pero una fuerza incontrolable me obligó a ir más allá.

Tres cuerpos asesinados colgaban del techo del sótano, pendían de cadenas que desaparecían en la oscuridad infinita de las alturas, atravesados por ganchos que los sostenían como cerdos en una cámara que hacía mucho tiempo no sentía el frío. Aún corría sangre por sus heridas abiertas.

Dos de los cadáveres habían sido enganchados por el cuello y el otro, cuyos pechos indicaban que se trataba de una mujer, tenía perforado el cráneo por la parte posterior, de tal modo que la punta del gancho emergía horriblemente por la boca. Me acerqué un poco más y, desde mi nueva posición, noté los ojos entreabiertos de aquella; créame, nada podría ser más espeluznante que el semblante cadavérico de la mujer, como si su último horror hubiese quedado inmortalizado en su rostro muerto. Se trataba de la enfermera.

Aunque intenté alejarme de la escena, volví a fracasar. Por el contrario, un impulso me llevó a acercarme más. Noté que los cuerpos tenían las manos perforadas de lado a lado, uno de ellos parecía llorar lágrimas rojas de sus cuencas vacías. Lo entendí entonces, colgaban como marionetas humanas.

Volteé instintivamente y allí estaba él, gigante como una bestia, fornido como un gladiador, ¡loco!... como solo el Titiritero podía estarlo. Me miraba con el rostro y las manos salpicados de muerte, quién sabe con qué perversiones en la mente.

—¿No te das cuenta? —dijo, apuntándome con el índice. Su voz era cavernosa, profunda.

Nada respondí, solo lo miré esperando que hiciera algo, atacarme quizás, mas no lo hizo, él ya no se movió ni volvió a hablar, continuó en la misma posición, inerte cual estatua.

Entonces pensé, "¿y si no es a mí a quien señala?", y volteé solo para llevarme un espanto aún mayor: ¡la mujer colgada ahora tenía el rostro de Anahí! Estaba hinchada, azul, y de sus oídos caían gusanos que terminaban en el suelo.

—¡¿Qué es esto?! —grité, sujetando el cuerpo en un vano intento por descolgarlo, con las manos y la ropa ahora manchadas de su hediondez.

Pero por mucho que lo intenté no pude bajarla, solo caí de rodillas a sus pies, y así me quedé viéndola, pútrida sobre mí.

Al cabo de unos segundos, minutos u horas, quién sabe cuánto, noté que el Titiritero ya no estaba. Lo busqué a mi alrededor, pero no lo encontré. Sin embargo, algo mucho peor me esperaba. La escasa claridad del sótano comenzó a menguar, poco a poco, las formas se fueron desvaneciendo hasta que los cadáveres sobre mí fueron devorados en su totalidad por la negrura. No tenía dudas, era obra del otro, y ahora estaba yo en su mejor territorio, a su merced.

Lo siguiente fue el sonido de unos pasos, luego jadeos, como alguien ahogado, después ruidos indescifrables y, finalmente, una voz más que conocida para mí:

—Quédate quieto y no hagas ruido —susurró a mi oído—, un monstruo anda en la oscuridad.

Era la voz de mi hermano.

—¡Franco! —grité—, ¿en dónde estás?

—Aquí —respondió.

Una luz escaleras arriba disipó parte de la lobreguez del sótano exponiendo la figura del hombre que pensé que jamás volvería a ver. Pero no estaba solo, detrás de él se encontraba el otro, el monstruo, inmune a la claridad que golpeaba directo sobre su espalda. Apenas pude distinguir las facciones de ambos, que sonreían como divertidos, o eso creí ver. Aunque ya no pude pensar en otra cosa que no fuese en cómo escapar si el anciano estaba parado en medio del único trayecto a la salida.

—Franco...

—No tengas miedo, Alan, yo voy a cuidarte del monstruo —dijo, y como terminara de pronunciar aquello, el sonriente atravesó el cuerpo de mi hermano, tan volátil como el humo, y se deslizó por los escalones en dirección a mí.

Me impulsé hacia atrás motivado por un reflejo de supervivencia, pero en el momento en que quise pararme resbalé sobre la flema corrupta del suelo. Entonces, todo se volvió oscuridad otra vez.

—¡Franco! —grité, pero no hubo respuesta. Pensé en correr hacia las escaleras, el sujeto podía estar en cualquier lugar del sótano ahora, por lo que no tenía otra opción, era eso o hacerle compañía a Anahí en las alturas.

El suelo resbaloso me obligó a moverme a gatas, sin embargo, no avancé más que unos pocos centímetros cuando unas garras se clavaron en mis hombros y me jalaron con fuerza hacia atrás. Caí de espaldas sobre la sangre. Comencé a revolcarme entre gritos intentando incorporarme, pero cuanto más buscaba estabilizarme, tanto más sentía que me hundía en una ciénaga de podredumbres; entonces, mis manos y mis piernas comenzaron a ser comidas por el piso. De nuevo grité el nombre de mi hermano, estaba muriendo y nadie más podría ayudarme, aunque no tardé en comprender que esta vez Franco se había ido para siempre.

El aire me ardía como un hedor corrosivo que me fulminaba por dentro; pronto mi cabeza se hundiría en las profundidades de aquella viscosidad y con ello quedaría sentenciado al olvido en esta mi tumba de oscuridad.

Mi enemigo había ganado.

Mas cuando estuve resignado a morir allí abajo, un destello de luz volvió a iluminar el sótano y, como si la claridad debilitase las extrañas habilidades del que ríe, el suelo volvió a su rigidez natural tras vomitarme. La luz venía desde la puerta, al final de las escaleras, y junto con ella se colaba un silbido que me resultó familiar. Sin embargo, aún debía superar un obstáculo: el monstruo. Al intentar correr, me sujetó por las piernas consiguiendo, nuevamente, que me desplomara. Nunca habíamos estado tan cerca, nunca mi cuerpo y el suyo habían entrado en contacto hasta ese instante. Pude ver su rostro todo cuan horroroso era, ya no reía, por el contrario, estaba furioso, ni siquiera la luz que ahora lo cubría por completo parecía afectarle. El demonio era un medio cuerpo que emergía del piso desde el abdomen, tenía la boca inmensa como una serpiente que va a engullir a su presa, ¿quería devorarme acaso? Logré zafar una pierna y comencé a patear su cara. La claridad comenzó a intensificarse y, de pronto, el silbido que antes era un sonido lejano, ahora venía desde todas las direcciones; sin dudas aquello alteró muchísimo al viejo, lo que me permitió zafarme completamente de él y correr hacia la puerta.

Entonces, amigo lector, abrí los ojos. Así es, me había dormido, quizás cuatro o cinco horas, teniendo en cuenta que los últimos fulgores del día ya se perdían en el horizonte.

Él estaba allí, no muy lejos de mí, viéndome, sonriente, sabiéndose fracasado pero no derrotado.

Sospecho que algo pusieron en mi comida, y por eso no puedo continuar un día más aquí. Esta vez estuvo muy cerca, quizás en nuestro próximo contacto mi suerte sea otra.

Pero el sueño no solo puso en riesgo mi vida, también devolvió mi lucidez. Con la mente ahora fresca, este es el momento propicio para diseñar el plan de escape definitivo. Ya tengo una idea, una que, de no haberme dormido, quizás nunca se me hubiese ocurrido.


Días de vigiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora