Día 11 (I)

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Volvieron, ambos...

Hace algunas horas entró a mi cuarto un enfermero, por algún motivo, con una sonrisa repulsiva que le copaba media cara. Vino a informarme que tenía una visita, algo que me sorprendió y contentó. Escoltado por dos tipos de contextura intimidante, como si lidiasen con el criminal más terrible, caminamos en dirección a la sala en cuestión, convencido de que vería a mi padre.

Aunque al principio la situación me pareció cómica dado que un solo guardia con la mitad de la altura de esos mastodontes bastaría para contenerme, pronto comencé a inquietarme; esta es la segunda vez que mi padre viene a verme, en la primera oportunidad ningún gigante me acompañó como si fuera yo un loco incontrolable —la enfermera muerta se había hecho cargo de mí en aquel entonces—, basta un simple vistazo para darse cuenta de que muy lejos estoy de parecerme al Titiritero, por lo que comencé a pensar que tal vez sabían lo que hice.

Los guardias se quedaron expectantes una vez que llegamos al salón, no muy lejos de la puerta de ingreso. Dentro, solo una presencia aguardaba por mí en medio del montón de mesas y sillas vacías: mi madre, el último rostro que imaginé ver.

En realidad, la relación con mi madre nunca fue de las más encantadoras, lejos de eso, desde que tengo uso de razón cierta tensión hubo siempre entre ella y yo. No se confunda, no es que no quiera a la mujer que me dio la vida, de hecho, la adoro —y quiero creer que ella a mí—, pero su imagen se ha erigido en mi vida casi como la de un sargento al que el soldado, temeroso, contempla desde una posición de subyugo. Ella es una mujer fría —cualidad que heredó a mi hermano—, de pocas expresiones y enseñanza recta. Yo, por el contrario, soy una persona cálida, alguien que no se reprime expresar cariño cuando lo siente, mas en ella siempre encontré una barrera afectiva, nunca fue la madre comprensiva que necesitaba que fuera, incluso llegué a pensar que me odiaba, que quizás detestaba que no fuera lo que imaginó que yo debía ser. Pero ahora estaba allí, frente a mí... aquí adentro, en un manicomio visitando al hijo que tomó la vida del otro hijo; y de sus ojos solo emanaba desprecio.

Sentarme frente a ella no fue fácil, sus ojos se clavaron con ahínco en los míos, por lo que no fui capaz de sostenerle la mirada por más de unos segundos, en ese momento hubiese preferido ver a la cara del que ríe. Me sentí juzgado por el mismísimo demonio.

—Alan, mírame —dijo entonces, al tiempo que un pequeño espasmo acometía mi estómago. Ella detestaba con todo su ser que la gente no la viera a los ojos cuando hablaba. La vi—. Tu padre está muerto —escupió sin vueltas, con la inexpresión y frialdad que solo un cuerpo vacío de sentimientos puede tener. Pero yo sabía muy bien que, más allá de su rictus de hierro, muy en el fondo de su alma estaba destrozada aunque no se permitía demostrármelo.

—¿Qué dices?

—Consideré que lo correcto era que lo escucharas de mi boca, por eso vine a verte —continuó, y entendí que su presencia era una cuestión política, mera cortesía, mi vida no le importaba.

Días de vigiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora