Día 16 (I)

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Salté el enrejado delantero de la casa que marcaba el inicio de mi recorrido, no sin antes asegurarme de que nadie estuviese viéndome. Trepé un árbol hasta el tejado, sin mayores inconvenientes —solo algunos rasponcitos insignificantes, producto de las ramas.

Desde arriba, el vecindario lucía sereno y tétrico, iluminado por algunos faroles que acentuaban su aspecto medio mortuorio. Sin embargo, aquellas luces no aportaban nada al escenario actual, pues la luna enorme y redonda dejaba en evidencia casi todo alrededor, algo que, de hecho, era un problema para mí: tanta claridad, aunque mantenía al que ríe alejado, me dejaba expuesto ante cualquier vecino o transeúnte noctámbulos como un ladrón que se escabulle por los techos. Solo contaba con la madrugada y la meticulosidad que me caracteriza a mi favor.

Comencé a arrastrarme, lento, con mucho cuidado, sensorialmente atento a cada detalle del entorno; oí el viento entre los árboles y susurrando a mi oído, oí el insoportable ruido de los aires acondicionados y también una sirena a lo lejos, oí el llamador de ángeles de algún patio y pude oír, en el espacio de mis recuerdos, la voz de Franco llamándome porque la cena estaba lista.

—Sabes que no llama realmente ángeles, ¿verdad? —decía, mientras cargaba puré en mi plato. Su sonrisa grande y apacible me contagiaba seguridad. Siempre lo hacía.

—Lo sé, pero a lo mejor espanta monstruos —contesté.

—¿Y de qué forma lo haría?

—Hace un ruido horrible, me mantiene alerta.

Por aquel entonces, mis padres trabajaban en una fábrica y, en ocasiones, les tocaba cubrir el turno nocturno, por lo que regresaban con el sol en la cara.

—¿A los diez años todavía crees en monstruos? —Sonrió un poco más, como si su cara se deformara de gracia. Me avergonzó confesar toda la verdad.

—No, pero algunas noches me da mucho miedo la oscuridad, como si algunas madrugadas algo viniera por mí. —Aquello viniera por mí.

—No tengas miedo —puso su mano sobre mi hombro—, esta noche llevo mi colchón a tu cuarto y te hago compañía, si hay algo debajo de la cama, yo voy a verlo primero.

Franco no era el hermano más cariñoso del mundo, pero era un buen hermano. Lloré su muerte casi tanto como la de Anahí, si tan solo ellos entendieran algo tan simple como eso, no estarían persiguiéndome como un criminal.

La luz de un vehículo me arrancó del pasado —¿un patrullero?—. Volví al techo de la primera casa. Pararme implicaba demasiada exposición, en especial con la luna alumbrando todo, así que repté y solo me planté sobre los pies cuando fue muy necesario hacerlo: para saltar de un tejado a otro o sortear los desniveles de los techos dada la arquitectura de las viviendas.

El viento cosquilleaba en mis mejillas avivando mi mente amodorrada, como si su tacto y aullido me acompañaran, cómplices de mi plan, en la quietud de la noche. Entonces, una silueta blanquecina se hizo presente al otro lado de la calle, cerca de la intersección, estática, como si esperara algo o a alguien. Por un instante, el horror de que estuvo viéndome cruzó por mi mente, ¿y si llamó a la policía? Es lo que cualquier persona sensata haría si divisara a un extraño arrastrándose por los techos en la madrugada. La distancia y la noche me impedían distinguir más que una figura abstracta, de estatura baja y el pelo largo flameante. ¿Acaso era una niña? Poco probable, cualquier niño estaría en la cama a esas horas.

Mi reacción automática fue tumbarme, y allí me quedé, a la espera de que se fuera y de no haber sido visto. Pasados algunos minutos, la persona había desaparecido. Loca de mierda, pensé y seguí avanzando.

No muy lejos de mi destino, me pareció que el viento comenzaba a correr más fuerte y, en especial, a silbar con mayor intensidad. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde que me trepé a los techos —una hora tal vez, quizás un poco más—, el suficiente como para que mis codos magullados comenzaran a sangrar, aunque el dolor ahuyentaba el sueño. A solo un tejado de mi casa, ya podía sentir las mieles de la victoria entre mis labios, la satisfacción de saber que, aun sin dormir, era capaz de burlar a mis captores, cualquiera sea la circunstancia en la que me encuentre. Sin embargo, el ulular del viento, que parecía colarse directamente en mi cerebro, comenzó a incomodarme. De un instante a otro dejó de sentirse como una simple brisa, ahora era una puñalada directo en el tímpano. Intenté anularlo cubriéndome los oídos con las manos, pero aquella sensación infernal se escabullía entre mis dedos llevándome al borde de la locura. Me retorcí. Me mordí los labios para no gritar. Deseé morir en ese mismísimo instante.

¡Flauta! Dije entonces. Lo entendí... aquel canto demoníaco no era el viento, sino el sonido de mi amigo muerto.

Sin quitar las manos de mis oídos, me paré de súbito y busqué en los alrededores. Nadie. Sin embargo, el silbido parecía volverse más fuerte con cada segundo, más insoportable, ¡MÁS ENFERMIZO! Pude contener casi sobre el comienzo de la garganta un rugido, tapándome la boca. Mis oídos quedaron expuestos. Todo el ambiente silbaba, como si Flauta estuviera en todas partes y en ninguna, como si el dolor de su muerte hiciera eco en mi carne, arremetiendo contra mi cuerpo con el viento ahora helado. Sobrepasado por una locura incontenible, comencé a correr hacia el final del trayecto. Recuerdo haber avanzado con pasos rápidos y tambaleantes hasta, de repente, ya no sentir la firmeza del suelo. Mi cuerpo cayó al vacío.

Como si mi sola existencia no bastase para que mi madre me despreciara lo suficiente, ahora también había arruinado el rosal que tan mezquinamente había atendido durante años. La planta amortiguó mi caída, aunque no salí impune, las espinas habían hecho lo suyo. Allí estaba yo, tirado entre tallos afilados y flores descuartizadas manchadas de sangre. Me incorporé como pude y me liberé de las rosas intentando no generarme más cortes, aunque, ciertamente, las heridas ardían menos que la mente.

El viento había menguado, una brisa cálida agitaba apenas mi flequillo. Abajo, el patio era aún más ruidoso que el lamento de Flauta; en mi cabeza podía escuchar los gritos de un tiempo lejano pero feliz: la pelota que entre Franco y mi padre nos disputábamos, los cumpleaños con los niños del barrio, el chirrido del columpio que ya no estaba. Todo era ruidosamente silencioso ahora, ya no había columpio, ni mi padre, ni mi hermano... todo había muerto.

Busqué a Flauta, pero no lo encontré. Palmé mi espalda baja y corroboré que el cuaderno, el mismo que usted lee en estos momentos, siguiese en donde lo había puesto, ajustado por el elástico de los pantalones.

Crucé el patio. Aunque solo habían transcurrido algunos días desde el suceso que me alejó de mi casa, tantas peripecias en el camino me hacían sentir como Ulises regresando a Ítaca. Todo era igual pero distinto... lejano, con cierto aire de hostilidad. Por un momento creí que no encontraría la llave que abre la puerta del patio —sería lo más lógico, considerando que el "loco" anda suelto en la ciudad—, incluso había delineado un plan de auxilio para entrar, sin embargo, estaba justo en donde debía estar. Supongo que no consideró la posibilidad en la que caería desde el cielo, menos aún con policías vigilando.

Me costó introducir la llave en la cerradura debido al temblor de mi mano, muero de hambre, me dije, mi cuerpo lo estaba proyectando más allá del crujir de mis tripas. Entonces, cuando giré el pomo de la puerta, la vi... de pie junto al viejo paraíso, lánguida, mortecina. Mi cuerpo todo se heló. Y de sus pequeños labios ennegrecidos brotó una vocecita como un suspiro, delicada pero tan clara como la noche—: Qué gusto volver a verte, Alan —dijo.

Días de vigiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora