"¿En dónde estás, Alan?", con seguridad, sea la pregunta que debe estar haciéndose, amigo lector. Antes de hablar de mi presente, permítame tomarme unas líneas para relatar cómo llegué hasta el lugar en donde me encuentro, algo que ayer me fue imposible hacer, puesto que el dolor de revivir la muerte de Flauta me impidió continuar con estas letras.
A esta altura de la historia ha de pensar que soy la personificación de la infamia, y lo entiendo, yo mismo no tolero la cobardía de mi acto, pero ¿cuántas posibilidades teníamos de escapar de otra forma, los dos? Ninguna. Nunca quise ese destino para Flauta, sabe bien mi corazón que, incluso, deseé que nuestros caminos se uniesen aquí afuera, pero las circunstancias me obligaron a priorizar mi vida ante todo, a no sucumbir a un destino propio que se iba forjando allí adentro.
Siempre fui un ser solitario, he aceptado que es parte irremediable de mi naturaleza desde que entendí que incluso el amor de madre me fue negado, aun en mi más temprana niñez —a mí, mas no a Franco—. Pero hubo un tiempo, aunque efímero, en el que no me sentí solo, hubo una mujer a la que le importé lo suficiente como para enamorarse de mí: Anahí. Sin embargo, la soledad, cual amante celosa, decidió poseerme una vez más arrebatándome a la única que le dio sentido a mi existencia. Ya no había dudas, alguna entidad superior en el universo me quería solo, y acepté definitivamente que mi vida es un sendero que he de caminar con la soledad como única compañera. Sin Anahí nada tengo, solo yo mismo, y por ello es que debo velar primero por mí... siempre.
En el momento que vi a Flauta agonizar y morir, me quedé tieso intentando asimilar lo ocurrido. Si había algo que podía ser más vil que yo, ese era el azar... pobre muchacho maldito. Mas cuando me sobrepuse al horror, corrí tan fuerte como pude. Solo el dolor del agobio me detuvo, pues mis piernas parecían electrizadas por alguna energía sobrenatural. Caí derrumbado sobre la hierba en algún lugar de la ciudad, destruido, intentando recuperar el aliento poco a poco, absorto en la infinidad del cielo.
El sol que me quemaba la cara indicaba el mediodía en el cenit. No puedo decir cuánto tiempo estuve tirado en el pasto, mis mejillas ardientes me sugerían que, quizás, una o dos horas. Lo siguiente fue levantarme y vagar, nada más.
Llegué con la noche al amparo de un pequeño puente, letrina de animales y vagabundos. No tenía idea de en dónde estaba, mi cuerpo había deambulado en una dirección y mi mente en otra, erráticos en un mundo que una y otra vez me daba la espalda. La luz de un farol que alumbraba poco más de una tercera parte del suelo bajo el puente era todo lo que me importaba en ese momento, fue entonces que recordé que traía conmigo la radio y este cuaderno.
Al terminar el relato del día anterior, me quedé imaginando cómo sería mi vida a partir de ahora. Soy libre, sí, pero la libertad siempre es relativa; recordé las palabras de un viejo poeta maldito, "la vida es una cárcel con las puertas abiertas", así me sentí desde que tengo capacidad de raciocinio, y hoy entiendo con más claridad que nunca... que nunca seré realmente libre.
Mi libertad tiene un costo, uno que representa, ahora mismo, un enorme problema: el sustento. Los medios de supervivencia de aquí afuera son distintos de los de allí adentro, pero no menos complicados de enfrentar, necesito comer y, a estas alturas de la narrativa, debo ser, quizás, el prófugo más buscado de la ciudad, tal vez del país, lo cual implica otro problema, incluso mayor.
Con el amanecer me di a la tarea de conseguir algo que comer, si no me alimento mi mente debilitada será un muro fácil de tumbar para el que ríe. Comencé por lo más bajo e indigno que había hecho hasta ahora en toda mi vida, inspeccionar en contenedores de basura. Y mi día se pasó así, deambulando por callejones como un ser rastrero en busca de comida y abrigo.
Debo actuar rápido, mi estancia bajo este puente significa entregarme al enemigo sin ofrecer resistencia, situación a la que solo una mente estúpida se expondría. Quizás le parezca una locura, amigo lector, pero estuve meditando con detenimiento algo que, seguramente, usted juzgue como la idea más tonta que una mente como la mía pueda tener. Pero tenga en consideración que no tengo nada, ni a nadie... solo mi casa, y tal vez a mi madre. Puede que acudir a ella en busca de ayuda sea un acto de inmolación, mas nunca lo sabré si no lo intento, además, es eso o vagabundear.
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Días de vigilia
HorrorAlan es un prófugo de la ley, acusado de cometer un homicidio cuya autoría niega rotundamente, pues asegura que existe una entidad responsable de tal crimen que, desde que apareció, se ha dedicado a hacer de su vida un infierno. Así, se verá atrapad...