Día 7

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He llorado y he pensado y, al fin, hallé una forma viable de desviar la culpabilidad de lo sucedido.

Por el momento arribé a las siguientes conjeturas:

a. teniendo en cuenta que nadie se acercó a inculparme por la muerte de la muchacha, puedo asumir que no existen cámaras de vigilancia entre estas cuatro paredes y, por lo tanto, mi accionar continúa al resguardo aun de cualquier mínima sospecha;

b. entre dichos que por la tarde los demás locos estuvieron comentando —de los que cuya mediana cordura puedo fiarme, claro está—, al igual que a mí, les han hecho un pequeño interrogatorio sobre la muerta, de lo que puedo deducir dos situaciones: en primer lugar, que, en efecto, se percataron de la extraña y repentina desaparición de la mujer, y segundo, tampoco los pasillos cuentan con cámaras de vigilancia —algo que no me sorprende dadas las condiciones austeras en las que aquí vivimos—, de modo contrario, rápidamente se hubiesen apostado frente a mí, a sabiendas de que fue mi cuarto el último al que la enfermera se dirigió antes de perderle el rastro y, por supuesto, cuarto del que nunca salió;

c. siendo esta una cárcel para criminales desquiciados —muy desquiciados—, una caperucita desaparecida aquí adentro pareciera ser el festín de un gran número de posibles lobos más que feroces, por lo tanto, el grado de sospecha que sobre un interno recaiga, con respecto a otro, se equipara al punto de la insospecha pues, si la totalidad de los sospechosos lo son por igual proporción, sospechar de tal o cual es indistinto —la funcionalidad del acto de sospechar queda así inoperante—, quedando yo al amparo de innumerables posibles responsables, incluso podría jugar en mi favor mi buen comportamiento y cordialidad siempre acostumbrados.

Sin embargo, aunque la lógica de determinado procedimiento se dé, al menos en apariencia, sin previsibles errores, la realidad es que las eventualidades suelen frustrar algunos planes por muy bien delineados que se muestren. Y así fue que, cuando comencé a arrastrar el cadáver desde el interior del armario en dirección a la luz, sentí la más siniestra sensación jamás sentida. Ladeé la cabeza, acometido por cierto sobresalto, para encontrar a mi lado, con horroroso estupor, al monstruo sonriente de mis peores vigilias. Motivado por el instinto me arrojé hacia atrás y, con reptar impreciso, tambaleante y desesperado, alcancé la protección del fulgor de la lámpara mientras el ser monstruoso, de nuevo aparecido, reía desde el lado más lóbrego del cuarto, colmando mi espíritu de pavor. Ahora, con cada músculo de mi cuerpo paralizado, no pude más que observar tumbado su presencia demoníaca erguirse despacio hasta quedar en pie, risueño y demente.

Así es como mi plan para deshacerme de la muerta se vio truncado.

Con el cadáver yaciente a unos pocos pasos de mí, me es imposible llegar a él pues mi acompañante parece habérselo apropiado. Temo que alguien entre y descubra la escena macabra, entonces, estaré condenado por siempre.

Apostado sobre el cuerpo sin vida de la mujer, con las rodillas clavadas en el piso y la mirada fija en el rostro del cadáver, el monstruo se ha mantenido así desde que me senté a redactar estas líneas, de espaldas a mí, como si mi presencia ya no le atrajera, sino la muerte frente a sus ojos.

En varias ocasiones apunté el haz de luz de la lámpara hacia él con la esperanza de que se esfumara, pero ahí sigue, encima de la cadavérica enfermera. Es cierto que no puedo ver su cara, mas puedo sentir su sonrisa demencial de dientes puntiagudos. Presiento que, de alguna manera, nuestras historias están conectadas. Debo averiguar cómo.


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Días de vigiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora