Valentina Verti

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Cuando el móvil empieza a vibrar en mi mesita, primero me despierta. Luego me molesta. Y después recuerdo que puede ser algo importante. Entonces me hiela la sangre en las venas. Patrick duerme profundamente a mi lado y no me preocupa que la abeja zumbona en la que se ha convertido mi móvil lo despierte: sé que ni una grúa podría mover sus espaldas de jugador de hockey hielo. Alargo el brazo y tanteo en la oscuridad hasta coger el móvil. Compruebo la hora: las cuatro y cuarenta y seis. Entonces, mis ojos bajan para leer el nombre que aparece en pantalla. Y lo vuelven a leer. Otra vez. Y otra. Lo leen como diez o quince veces antes de dejar que mi dedo se deslice sobre el móvil para responder. Sin embargo, sigo sin creerme el nombre que aparecía sentenciante en pantalla. Valentina Verti.

Si hace cinco años alguien llegara a haberme dicho que Valentina Verti iba a llamar de madrugada para gritarme hitéricamente una dirección (una dirección que, por otra parte, no había necesitado oír para haberla adivinado en cuestión de segundos), hubiera perdido definitivamente la cabeza. Y sin embargo, ahí estaba, conduciendo como una lunática a las cinco de la mañana, habiéndole dejado una nota de desequilibrada mental a mi prometido en la que le mentía sobre una prima y un parto inexistente y tratando de recordar cómo se evitaba hiperventilar.

Aparqué como pude (aunque sería más acertado decir que tiré del freno de mano en plena calle) y corrí como una loca al número que Valentina me había gritado antes al teléfono. Al alcanzar el número 23 se me congelaron los bronquios y se negaron a hacer su trabajo. Me mordí el labio tratando de recuperar el aliento mientras comprobaba el seguro de mi Glock semiautomática dentro de mi bolso. Si Patrick o mi padre llegaran a enterarse de que jamás me deshice de ella, la cosa podría ponerse fea. Sin embargo, el mundo al que pertenece Valentina Verti es un mundo completamente diferente al de Patrick (y ahora, el mío) Un mundo que yo habí creído abandonar cuando dejé a su hermano, Noah Verti, en aquel callejón sufriendo un ataque de convulsiones provocadas por el mono. Un mundo del que hubiera preferido no ser jamás una experta.
La versión de la niña dulce de doce años que había sido Valentina en mi cabeza fue reemplazada por una versión más larguirucha de unos diecisiete años y síntomas de cansancio notables cuando me abrió la puerta. Seguía teniendo el cabello negro como su hermano, y los ojos algo más claros que los de Noah. Pero los hoyuelos repartidos por toda la cara y la forma de las cejas me recordaron tanto a él que pensé que iba a vomitar allí mismo.
Perfecto. Quién dijo que las muertes se superaban.
- Anna...- fue todo lo que pudo decir antes de derrumbarse sobre mí. Tener una parte de Noah sollozando en mi cuello me provocaba temblores en la base del estómago.
-Shhh... Vale, ya está, cuéntame qué pasa- la empujé suavemente para que las dos pudiésemos pasar. Cerré la puerta detrás de mí y la menor de los tres hermanos Verti empezó a tartamudear.
- Yo... No sabía... Anna, yo no sabía qué... Qué hacer y .. Y...- se interrumpió al escuchar un sonido de cristal partiéndose contra el suelo. Me estremecí.
- Es Marco? - pregunté casi susurrando. Oír hablar de su hermano mayor hizo que contrajera el rostro en una mueca de dolor.
- Murió-respondió bajando los ojos- Hace dos meses.
No respondí.
-Intoxic...
- No lo digas -pedí cerrando los ojos. Mi cerebro no era capaz de asimilar tanta pérdida en una sola casa, en un solo cuerpecito adolescente que temblaba en el recibidor de la casa de sus hermanos muertos.
- Te quería- dijo Valentina limpiándose las lágrimas de las mejillas. Me giré para que no me viera hacer lo mismo con las mías. Otro ruido de cristales me distrajo, esta vez más estrepitoso. Avancé hacia el final del minúsculo pasillo.
- Valen, entonces... A quién has metido en cas...?- empecé a preguntar, empujando la única puerta que encontré entornada. Se me desencajó la mandíbula sola y se quedó ahí, colgada, mientras yo recorría con la mirada la estancia. Lo que había sido la habitación de Marco estaba cubierta de trozos de cristales de los marcos de fotos que había tenido en su mesita. La propia mesita estaba hecha pedazos junto a lo que debieron ser sus juegos de sábanas. Sus libros, su ropa, su vida hecha jirones por todo el suelo de la habitación. Entonces, Valentina dijo algo que no fui capaz de oír. Porque la persona que me estaba mirando con los ojos marrones saliéndosele de las órbitas era la misma que había transformado la habitación de Marco en el escenario de un huracán. Un huracán con problemas de genio y adicciones varias. Un huracán con hoyuelos por toda la cara y la frente empapada en sudor. Deja caer lo que tiene entre las manos y me mira, incrédulo. Se limpia la sangre de la mejilla y de pronto respira más despacio, más calmado. No sé dónde tengo la boca, y sin embargo me escucho decir solo una palabra.
- No.
Noah se mueve y empieza a caminar hacia mí. Noah camina. Se mueve. No, no se mueve. Está muerto. Pero no está muerto porque sus labios se abren para hablarme.
- No. No. No- es todo lo que puedo decir, todo lo que sé. Lo grito cada vez más fuerte como si así pudiera espantar su imagen. No!, chillo a pleno pulón. Y entonces me estalla el pecho. Implosiona con tal fuerza que absorbe todos los cristales que cubren el suelo de la habitación y se me clavan en los pulmones. El suelo y el techo intercambian posiciones, cierro los ojos para no marearme y entonces me caigo al suelo.
O al techo. Me hago un ovillo y espero a que se pase el recuerdo, porque esta vez es muy vívido y no puedo soportarlo. Pero no es un recuerdo.
- Creyó que habías muerto- oigo decir a Valentina.
- Trae agua- dice él. Su voz. Es su voz, y es más real que el suelo o el techo o los cristales en mi pecho. Siento sus brazos alrededor y mi piel los acoje como si los hubiera tocado ayer y no hace cinco años ya.
- Anna. Me oyes?- pregunta.
Quiero sonreír, pero no encuentro mi boca. Sí, sí, mi amor, te oigo.
- Traquila, ya está, ya está... Estás bien. Estoy aquí.
Está aquí. Y estoy (por fin) bien.
Papá siempre decía que era una mujer porque no soportaba bien las emociones fuertes. Supongo que tiene razón, porque no sé dónde está el suelo y lo único real ahora es la voz de Noah, que sigue hablándome.
- Aquí está el agua- interrumpe Valentina.
- Voy a llevarla a un hospital- le oigo decir- Valen, pásame el móvil.
La sirena de la ambulancia es lo últiml que recuerdo antes del fundido en negro definitivo.

AgujasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora