Capitulo 2

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A Eleanor, lo primero que le chocó de aquella ciudad desconocida fue su luz implacable.

 Un sol fulgurante recortaba las sombras como si fuera una cuchilla, se reflejaba sobre la piedra blanca de las construcciones más antiguas, sobre los muros de piedra que bordeaban la costa formando malecones. La brisa limpia de septiembre también añadía luminosidad a las olas, al cielo, al rostro de la gente. El paisaje, barrido por el viento, era de una claridad cegadora.

Eleanor se puso las gafas de sol y entornó los ojos.

Durante el interminable viaje desde Milán, que habían dejado a su espalda con un regusto a nostalgia bajo un amanecer gris pálido, Eleanor había contado las palabras que había pronunciado su padre, que conducía a su lado.

«Veinticinco.»

—Casi hemos llegado.

«Veintiocho.»

George Becket, de profesión juez, no siempre había sido tan callado. Ahora la curvatura de la boca apuntaba hacia abajo, pero en tiempos se abría en una sonrisa luminosa o pronunciaba discursos acalorados. De repente todo se acabó, bruscamente, sin previo aviso. Incluso el traslado había sido decidido usando el mínimo de las palabras necesarias, como si novecientos kilómetros fueran algo ridículo comparado con la distancia que se había creado entre ellos en casa. Entre él y su mujer, la madre de Eleanor. Entre Eleanor y ellos, sus padres.

El juez giró, siguiendo la voz metálica del navegador, y se encontraron en un barrio de edificios idénticos, alineados en orden como si fuese un laberinto de sentido único que obligara al padre y a la hija a describir un recorrido retorcido hasta llegar al portal adecuado.

Eleanor observó la que iba a ser su nueva casa. 

Eran las tres de la tarde y la calle estaba desierta. El asfalto mojado apestaba a pescado, como si hubiera habido un mercado allí. 

Mientras descargaban el equipaje, Eleanor notó que había algunas personas asomadas a las ventanas y a los balcones que parecían estar disfrutando del espectáculo. Se sintió incómoda y agachó la cabeza, para evitar la mirada de aquellos extraños.

 Subieron los cinco pisos a pie con una maleta cada uno, tras la espalda maciza del portero, que no cesó de contarles chismes no siempre comprensibles sobre la comunidad y el barrio. Eleanor escuchó el sonido de aquel dialecto desconocido y se preguntó con cierto temor si en unos pocos meses ella también estaría hablando así 

—De noche no se puede aparcar aquí en la calle —decía el portero—, porque tenemos el mercado del pescado y a las cinco de la mañana montan los puestos. Se llevan el coche y te multan.

  —¿Un mercado? —preguntó Eleanor con sequedad—. ¿Cada cuánto tiempo?

 —Todos los días —respondió el portero—. Cuando queráis pescado fresco solo tenéis que bajar las escaleras, es comodísimo.

Eleanor se abstuvo de replicar que en su casa se comía pescado tres veces al año como mucho. Y en cualquier caso, era pescado de ciudad, de ése que no huele mal y que se está quietecito en el congelador.

El portero llegó jadeando al último piso, un rellano rebosante de macetas, e introdujo la llave en la cerradura de una de las dos puertas marrones y lustrosas. Eleanor observó la de los vecinos: estaba segura de que alguien los observaba desde la mirilla. Se apostó para no ser vista y después siguió a su padre y al portero al interior del piso, cerrando la puerta tras de sí de un portazo.

—La terraza es una joyita —dijo el portero mientras subía las persianas de madera verde dejando que la luz blanca inundase las habitaciones y revelase los detalles. Había una cocina pequeña, un saloncito al que se accedía directamente desde la entrada y, atravesando una cortina de cuentas de colores se llegaba a la zona de los dormitorios, dos habitaciones pequeñas con un baño. Los radiadores estaban pintados de distintos colores: naranja, verde, rosa.

Die TogetherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora