Eleanor se despertó al amanecer.
La noche anterior había temido que su padre le echara la bronca por llegar a casa tan tarde. En lugar de eso, cuando llegó él todavía no había vuelto. Regresó de noche cerrada, cuando ella ya estaba dormida, o al menos, lo intentaba.
Lo escuchó hablar por teléfono con voz queda a través de la puerta cerrada. No tenía ningunas ganas de empezar el día rodeada de sus cartapacios y sus problemas. Tumbada en la cama contemplando el techo durante un buen rato, cayó en la cuenta de que en realidad Kyle y ella no habían profundizado en los puntos más incómodos de la cuestión: a qué se dedicaba exactamente, cuáles eran sus tareas dentro del clan y por qué había dado con sus huesos en la cárcel, ésas eran las preguntas sin respuesta.
Y había un detalle más que no encajaba, que le rondaba la cabeza y la había despertado nada más salir el sol. Kyle no era de por allí. Se había mudado hacía poco, por lo tanto su presencia en la zona posiblemente respondiera a un motivo concreto. Eleanor repasó las palabras de Gordon pero se negó a tomarlas en consideración, quitándoselas de la cabeza como si fueran moscas inoportunas.
Cuando decidió levantarse, lo hizo únicamente para ponerse a dibujar, en pijama. Reprodujo de memoria el rostro de la madre de Kyle y lo representó más grave, con las arrugas más profundas. También dibujó la mano de la mujer, los dedos como garras, recubiertos de grandes anillos que en su versión recordaban a arañas e insectos.
Pasó la página y la llenó de bocas que se parecían. La boca de Kyle, de líneas perfectas y labios sensuales. No era el primer chico al que besaba, pero él había borrado de un plumazo todos los besos anteriores. Besos sin importancia, intercambiados con chicos que pertenecían a su vida anterior, cuando pensaba que todo duraría eternamente y que las acciones nunca tenían grandes consecuencias.
Ahora era diferente: besar a alguien sabiendo que podía perderlo de un momento a otro, convertía cada gesto en algo intenso, más consciente pero también más doloroso. Era como sentirse amada y abandonada al mismo tiempo.
A las siete y media su móvil sonó, dándole un buen susto al sacarla bruscamente de sus pensamientos. Era su madre, que la llamaba casi todas las mañanas. No contestar no habría servido de nada, o bien insistiría o bien probaría suerte con el móvil de su padre. Eleanor presionó la tecla verde.
—Eleanor querida, ¿cómo estás?
—Estoy bien.
Cuán vacías podían ser las frases que dos personas intercambiaban. Su madre, que le decía «querida»mintiendo, y ella que respondía «bien» como si fuese verdad. Era asqueroso, pero necesario.
—Tu padre me ha dicho que has salido con el hijo del comisario —continuó ella con voz animada— ¿Qué clase de chico es?
—Mamá, no me apetece hablar de chicos —respondió ella con fastidio.
Se hizo el silencio durante un minuto, probablemente su madre se sintiera dolida. Pero Eleanor estaba convencida de que no tenía ningún derecho a meter las narices en su vida privada. Precisamente ella, que fingía ser alguien que no era. Una madre atenta y una esposa fiel, por ejemplo.
—Como quieras —dijo por fin con un suspiro—. Creía que la distancia serviría para sanar viejas heridas, pero ya veo que no es así.
—La distancia sólo sirve para que no nos hagamos tanto daño mutuamente —replicó Eleanor, dura.
—Yo… yo sólo quiero que estés bien. Que seas feliz.
—Lo soy. Aquí, con papá, me encuentro mejor.