—Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz!
El cántico de los chicos terminó con un estruendo de aplausos y carcajadas. Sobre uno de los pupitres del centro de la clase había una tarta con velas y, dispuesta a soplarlas, Carla Parente, una chica de cabello rubio y corto que sonreía a sus compañeros y a la profesora Santoro.
Eleanor observaba las dieciocho llamitas desde su posición apartada y cuando se apagaron, sintió una punzada en el corazón. Dentro de poco también le tocaría a ella cumplir la mayoría de edad y podría decidir si quedarse o marcharse. Al menos en teoría.
—¿Vendrás a la fiesta, Eleanor? —le preguntó Cherly, agitando la tarjeta de invitación que Carla acababa de repartir en la clase.
—Quizá —respondió ella con vaguedad. Detestaba las fiestas, sobre todo las de cumpleaños, aunque no siempre había sido así.
—Deduzco que no —añadió Cherly—. Deduzco que no eres la típica chica que va a la discoteca y demás eventos mundanos.
—Efectivamente, no —suspiró Eleanor. Carla estaba cortando la tarta y distribuyendo las porciones en platos de plástico, mientras la profesora fingía estar enfadada porque le estaban restando tiempo a su clase. A juzgar por la sonrisa que iluminaba su cara, debía de ser una de esas profesoras que se emocionaba siempre con el cumpleaños de sus alumnos.
—No vas a la playa y no vas a fiestas —continuó Cherly con tono jovial y despreocupado—. Entonces, ¿qué haces para divertirte?
Parecía realmente interesada en el tema y Eleanor se preguntó por qué. En el fondo, llevaban juntas en clase muy pocos días. Eran dos extrañas encerradas en un mismo lugar por pura casualidad. Pero Cherly despertaba su curiosidad. Las pecas que tenía en la cara parecían fuegos artificiales. Toda su personalidad desprendía alegría, como si viviera en una navidad eterna, con la excitación de los regalos, de las sorpresas, de estar junto a las personas queridas.
Por un segundo, Eleanor la envidió.
—Me gusta dibujar y escuchar música.
—Ya, y a mí también. Pero yo me refería a lo que haces para divertirte con los demás. Ya sabes, con la gente, con nosotros, pobres mortales.
—Yo diría que nada. No conozco a nadie.
—Me conoces a mí.
—Es cierto, pero en el fondo no te conozco, ya sabes a lo que me refiero.
—Para nada —respondió Cherly. El resto de la clase estaba coreando a gritos el nombre de Santoro y las dos chicas se distrajeron de su conversación para ver lo que estaba sucediendo.
—¡Porfa profe! —le suplicaba el imbé’cil de Leo. Un equipo de música portátil había aparecido de la nada—. ¡Solo cinco minutos, para celebrarlo!
—Ni hablar —se negó la profesora, entre risas. Luego se detuvo a pensarlo un momento—. Al menos que alguno de vosotros le apetezca entretenerse conmigo después de clase, para echarme una mano y poner orden en orden el aula del tercer piso.
Un «noooooooo» unánime retumbó contra las paredes del aula. Eleanor levantó la mano.
—Yo me quedo —anunció, y el coro se transformó en una nueva explosión de entusiasmo.
Leo encendió el equipo y puso un tema de house muy conocido, una música machacona que obligó a la Santoro a refugiarse en su mesa, entre los papeles.
Todos bailaban menos Eleanor.
—¿Becket? —la llamó la profesora—. Ya que pareces tener un cociente intelectual más elevado que el de tus compañeros, ¿te importaría echarme una mano también con este listado? Será un minuto.