Capitulo 7

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Eleanor caminaba con la cabeza baja. O al menos, eso intentaba. Su padre le había advertido al menos veinte veces que tuviera cuidado, que no se pusiera colgantes ni reloj, que aquellas calles estrechas eran famosas por los robos realizados con maestría, a la velocidad de la luz. Cada vez que sentía el ruido de una moto que se aproximaba, se apretaba contra la pared y siempre se quedaba pasmada al comprobar que eran niños de diez u once años los que conducían esos tanques enormes, a menudo apoyados en una suela rueda. Solían montar de dos en dos, incluso de tres en tres, e iban a todo gas por los callejones gritando y riendo, envolviendo a Eleanor en una nube de humo negro. Andar mirando al suelo era difícil. Cada esquina despertaba su curiosidad y las personas sentadas a la puerta de las casas le hacían gestos de saludo, como si la conocieran, mientras le daban un repaso de los pies a la cabeza.

 A Eleanor todo le fascinaba. Hasta el punto de que ya no tenía ni la más remota idea de dónde había ido a parar. El plano que llevaba en la mano era indescifrable, puesto que ignoraba dónde quedaba el mar. Miró a su alrededor y vio a una viejecita minúscula delante de una mesa de madera montada sobre dos caballetes. Uno a uno, a paso de tortuga, estaba dando forma a unos cavatelli de pasta fresca.

 —Perdone, señora —le preguntó Eleanor—. ¿Por dónde queda la catedral?

 —Está por allí —respondió ella señalado con un dedo arqueado y enharinado—. Está cerca. ¿No quieres llevarte unos cavatelli recién hechos? Son el mejor souvenir de la ciudad.

 Eleanor no sabía qué responder. Pensó en negarse, pero luego sonrió. Quería los cavatelli de la viejecita. Eran como pequeñas esculturas, obras de arte para la vista y para el gusto.

 La viejecita echó una cantidad generosa en una bolsita de plástico. Mientras Eleanor le tendía un billete para pagar, la señora le hizo un gesto para que esperase y entró en casa. La podía ver a través de la cortina de falso encaje blanco, mientras trajinaba entre cacharros y hornillas, buscando algo. Cuando salió, llevaba en las manos un bote lleno de líquido rojo.

 —Ésta es la salsa. La he hecho esta mañana, se la pones con un poco de queso pecorino —le explicó sonriendo, orgullosa—. Esto a los turistas no se lo hago —y le guiñó un ojo.

 Eleanor sonrió, azorada, y continuó su camino abrazada al bote. De vez en cuando lo abría para aspirar su contenido y de nuevo sentía el aroma a casa ajena, a sol, a albahaca.

 Cuando divisó la catedral, se detuvo.

 Tenía que verse allí con Kyle y aquello la ponía nerviosa.

 Había comprado el distanciómetro, después de averiguar en qué tipo de tienda podían venderlo, y lo llevaba en la mochila junto a su viejo metro de madera, que le inspiraba más confianza.

 Se aproximó al lugar de la cita con calma, esperando ver al chico en la escalinata de la catedral, pero en lugar eso se encontró con un grupo de niños jugando al fútbol. Decepcionada, se sentó en una esquina a esperar, confiando en que el balón no le diera en la cara. Los niños utilizaban como portería un nicho decorado con inscripciones en latín; Eleanor se sobresaltaba cada vez cada vez que la pelota golpeaba la piedra antigua.

 Las cinco y media se convirtieron en las seis con una lentitud exasperante. Las campanadas que anunciaban la misa de la tarde sonaron, y muchas viejas vestidas de negro subieron las escaleras en grupo, enarbolando sus rosarios.

 Eleanor bufó de impaciencia, mientras se preguntaba cuál sería el motivo de aquel retraso absurdo. Y  también cuánto tendría que esperar. Para matar el tiempo, decidió entrar en la catedral para echar una ojeada y hacerse una idea del trabajo.

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